Las aprehensiones de la semana pasada de dos ex gobernadores priistas –Tomás Yarrington de Tamaulipas y Javier Duarte de Veracruz– me han dejado, como a muchos, un sabor amargo en el fondo de la lengua y una sucesión interminable de dudas.
Bueno el que, finalmente, los hayan aprehendido, aunque y especialmente en el caso de Duarte habrá que ver qué resulta, al final, de ello. Intrigante coincidencia, sin embargo, el que hayan caído, ambos, durante una misma semana cercanísima en el tiempo, por cierto, a las elecciones para gobernador en el Estado de México. El primero tras varios años de andar prófugo (dejó el poder en 2005 y existe orden de aprehensión federal en México en su contra desde 2012) y el segundo a 6 meses de haber huido del país, ayudado por el exgobernador interino Flavino Ríos, quien lo sustituyó, tras dejar a su estado hecho un desastre espantoso.
Penoso, por lo que dice del sistema político y de la “justicia” mexicana, el que, en el caso de Yarrington, haya sido la justicia estadounidense y no la mexicana la que haya conseguido atraparlo en Italia.
Sospechosísimo todo lo relativo a la captura de Duarte, el veracruzano. Se le encuentra, no en algún país remoto, sino, cruzando la frontera sur, en Guatemala. Se da con él, mientras el personaje disfruta de la vida a orillas del lago Atitlán, reunido con su familia extendida, misma que voló (en avión privado, faltaba más, y a varios de ellos –la mujer, por ejemplo– con pasaportes falsos) el 14 de abril del aeropuerto de Toluca para vacacionar todos muy contentos junto al patriarca infame en Guatemala.
Me gustaría mucho poder congratularme, sin mayor afán, de la detención de dos truhanes impresentables del calibre de Tomás Yarrington y Javier Duarte. Me haría, nos haría, mucho bien poder hacerlo.
Tristemente, el modus operandi del PRI y de la clase política mexicana en general, así como las numerosas interrogantes que dejan abiertas el tiempo y modo en el que estos dos “señores” fueron capturados, hacen muy difícil celebrarlo sin que lo asalten a uno un montonal de dudas venenosas. Casi imposible, de hecho, no imaginar que aquello que anima y explica estas detenciones tenga que ver con algún estratagema inconfesable, movido por propósitos e intenciones particularísimos que nada tienen que ver con empezar a reconstruir al Estado nacional o la política mexicana, mismos que se encuentran hoy en una condición putrefacta.
No encuentro nada en el proceder del gobierno en turno o de la clase política en su conjunto que me lleve a pensar que la aprehensión de dos políticos profesionales tan abominables constituya el punto de inflexión capaz de llevarnos colectivamente a un lugar menos oscuro. La enormidad de sus faltas documentadas y sus carencias evidentes; el costo monumental que le impusieron a la gente de cuya seguridad y bienestar eran responsables; su cinismo, soberbia y desfachatez completos; y, muy especialmente, la complicidad y el encubrimiento por parte de las autoridades federales, de su partido y de muchas otras fuerzas políticas me hacen imposible encontrar alivio o esperanza alguna en sus detenciones.
A los huecos aparatosos en el guión que integra la sucesión de eventos que dieron lugar a la aprehensión de Yarrington y Javier Duarte, habría que añadir un hoyo todavía más gordo. El más grande de todos y el que hace imposible recuperar la confianza y la esperanza en la política en México a raíz de sus detenciones. Me refiero a la ausencia de pronunciamiento, gesto o signo alguno por parte del PRI, así como del gobierno federal en funciones que nos hable de que esos actores asumen la responsabilidad que les toca en haber apoyado y solapado a esos dos enemigos tan palmarios de lo público, es decir, de lo que nos pertenece a todos.
Sería indispensable, para hacer mínimamente creíble, el que estas detenciones imprescindibles son, en efecto, el anuncio de la posibilidad para recuperar la política como espacio y herramienta para construir, entre todos, el futuro de todos, un acto simbólico a través del cual el PRI y el gobierno federal nos dieran la cara, tuvieran el valor de llamar a la cosas por su nombre y asumieran su responsabilidad en la producción de una realidad política, social y moral en la que son pensables y sostenibles individuos como Tomás Yarrington y Javier Duarte como autoridades.
Dudo muchísimo que lo hagan. Estoy casi segura de que no lo harán. Habrá que esperar otras circunstancias, una ciudadanía menos inerme y más activa, y la llegada a la política de una nueva generación de hombres y mujeres dispuestos a hacer lo necesario para enderezar el barco y convocarnos a todos a asumir nuestra parte indelegable en esa tarea colectiva.
Twitter:@BlancaHerediaR