Ahora que hace tanta falta claridad, Estela, hija de Jacinta, nos llama a pelear por que la dignidad sea patrimonio de todos.
Desde la sencillez que no mengua su aplomo, Estela Hernández indicó, en pocas palabras, el rumbo de la transformación educativa que necesitamos con urgencia. Expresó lo que ha sido incapaz, no digamos de enunciar, ni siquiera imaginar, este gobierno: “Hasta que la dignidad se haga costumbre”. Vaya claridad y contundencia.
Ese es, sí, un proyecto humano y educativo —político— que nos convoca y une. Lo dijo una profesora, una de tantas acusadas de ser causantes, así, en bola, de todos los males en el sistema escolar mexicano; colega de otros miles, a su vez indiciados, sin distingo, por los magros resultados en las mediciones, tan malas como de moda, de lo que se sabe y se es.
Hija de Jacinta, apresada tres años junto a Teresa y Alberta, es maestra. Lejos de su salón y escuela, en el auditorio del Museo de Antropología, cuando se les reconocía, casi 11 años después, inocentes del delito imputado de secuestrar policías y el vergonzoso “ustedes perdonen”, construyó, con sus palabras, un aula enorme: pupitres para todos.
Fragmentos de su voz: “El caso (de mi madre) es un simple ejemplo de tantas de las muchas arbitrariedades ilegales que cometen las autoridades. Hoy se sabe que en la cárcel no necesariamente están los delincuentes, están los pobres que no tienen dinero, los indefensos de conocimiento, los que los poderosos someten a su voluntad. Los delincuentes de mayor poder, de cuello blanco, no pisan la cárcel. A los que sólo piensan en el dinero de reparación de daños, no se preocupen: no nacimos con él ni moriremos con él.
Nuestra existencia hoy tiene que ver con nuestra solidaridad con los 43 estudiantes normalistas que nos faltan, con los miles de muertos, desaparecidos y perseguidos, con nuestros presos políticos, con mis compañeros maestros caídos, con mis compañeros cazados por defender lo que por derecho nos corresponde. Pido por ellos, porque por buscar mejores condiciones de vida y trabajo, es el trato que recibimos.
La ignorancia, el miedo no puede estar encima de nadie. Hoy queda demostrado que ser pobre, mujer e indígena, no es motivo de vergüenza. Hoy sabemos que no es necesario cometer un delito para ser desaparecido, perseguido o estar en la cárcel. Gracias a los abogados y compañeros del Centro Pro y todos los que metieron el hombro en esta causa. Hoy nos queda solidarizarnos con otras víctimas, nos queda saber que la identidad, la cultura, la conciencia, la sabiduría, la razón, la vida y la libertad, no se venden, no se negocian ni tienen precio”.
Y su discurso termina con esa frase que es, sin paradoja, el principio en que se finca: “Por los que seguimos en pie de lucha por la justicia, la libertad, la democracia y la soberanía de México, para nuestra patria, por la vida, para la humanidad, quedamos de ustedes, por siempre y para siempre, la familia Jacinta. Hasta que la dignidad se haga costumbre. Gracias”.
En nuestros tiempos, cuando un tirano amenaza al mundo y en especial a los otros que resultamos ser nosotros; en estos días, en que a la solidez de las instituciones del país la erosiona el pasmo derivado de la carencia de decoro, legitimidad y visión de Estado de quienes las ocupan; hoy, cuando amanece tan gris y las ofensas no amainan; a unos días que se presente el enésimo modelo educativo, y fluya la consabida cauda de propaganda y discursos engolados que, como alud, ya se preparan en los escritorios del poder; ahora que hace tanta falta claridad en lo que nos puede unir para salir a la calle, ha sido Estela, hija de Jacinta, de oficio profesora, la que nos llama a pelear por un espacio compartido en que la dignidad, en lugar de costar y tardar tanto en ser reconocida, sea patrimonio —costumbre— heredado de todos. No más: moneda abundante de curso común.
Aire y agua, sol de hoy y porvenir.