El presidente de Estados Unidos. Donald Trump, ha actualizado la debilidad de México ante “el factor externo”, uno que siempre ha sido relevante para la vida nacional y que en no pocas ocasiones ha sido utilizado por los dirigentes de nuestro país como causa/excusa de lo que nos ocurre o de lo que no pueden hacer más que en grado limitado, reactivo. Lo raro, además, es que el factor externo siempre se anuncia y es conocido de manera previa, pero no suscita la suficiente reflexión y planeación en el gobierno.
Ante la coyuntura actual, el presidente Enrique Peña se ha acordado de algo llamado unidad nacional y ha exhortado a promoverla y fortalecerla, como si la sociedad mexicana sólo necesitara la excitativa gubernamental para orientarse a ella, pero no es así, y menos ahora, con la acumulación de agravios no resueltos, con la presidencia que no es como fue prometida en la campaña de 2012: democrática.
La unidad nacional supone o necesita -¿o no es más que otra expresión de la misma unidad?- un nacionalismo que podemos calificar de activo o consolidado para diferenciarlo de un sentimiento superficial de identidad colectiva que no se expresa como fuente de la civilidad. El nacionalismo necesario hoy y siempre es fruto de la experiencia de ser parte de una colectividad cuya convivencia es una experiencia cotidiana de los derechos y deberes ciudadanos; una experiencia comunicativa del Estado constitucional, es decir, representativo, democrático; una experiencia de la ciudadanía asentada en la dignidad de cada uno y cada una y de un gobierno, en sus tres poderes y niveles, trabajando conforme a los fines de las instituciones públicas, no según los intereses del funcionario o partido en turno. Y eso que se necesita no lo tenemos hoy a disposición inmediata, como herramienta para arreglar un motor o como antivirus para limpiar una computadora.
La unidad nacional es un rasgo de nuestra comunidad política que no se ha construido de manera eficaz y permanente. Es un rasgo esquivo, difícil, dialéctico. En 1821, la lucha por la independencia tuvo una salida con el proyecto de las Tres Garantías que impulsó con éxito Iturbide: ahí estaba la Unión. Esta se logró con la voluntad y la adhesión de muchos actores, pero su referente temporal era un enemigo, el imperio español, pero lograda la independencia la Unión entró en un camino interminable de avatares sociales y políticos, hasta hoy.
Al tiempo que se luchaba por la independencia, la Constitución de Apatzingán afirmó la soberanía del pueblo, una de las fuentes, sino es que la única o principal, de la unidad posible y necesaria a la nación. La misma constitución afirmó que la educación era una necesidad de todo ciudadano y que la sociedad habría de apoyarla con todo su poder.
La construcción de la educación mexicana en expresiones diversas a lo largo del siglo XIX, recibió siempre el encargo de formar a los ciudadanos con un sentimiento de patria, de nación, de unidad política, pero ese siglo abrió el siguiente con debilidad en la unidad y en el nacionalismo y la Revolución de 1910 reemprendió el camino para atender las necesidades de la nación. Al elaborarse la Constitución de 1917 parecía que la unidad estaba al alcance de la mano, tanto por las garantías que otorgaba la nueva norma como por los principios y derechos sociales que sancionó, pero la realidad era otra: la discordia estaba ahí y siguió. El encargo educativo de la Constitución fue breve, no estableció la obligatoriedad de la primaria, cuestión que era fundamental para construir la unidad y el sentimiento nacional. Aquélla fue establecida hasta 1934. En el lenguaje filosófico-político de ese año, un objetivo de la educación era formar en los estudiantes “un concepto racional y exacto del universo y de la vida social”. La unidad, por esta vía, no se produjo.
El acercamiento al sentimiento y a la unidad nacional, en el texto constitucional, se produjo con la reforma del artículo 3o. en 1946: uno de los fines era formar en el educando “a la vez, el amor a la Patria y la conciencia de la solidaridad internacional, en la independencia y en la justicia”. Fundamentales principios, trascendente finalidad, irrenunciable responsabilidad. Sin embargo, desde entonces y desde ese lugar constitucional, la unidad impulsada ha adolecido de intensidad democrática, y así nos encuentra el cambio de rumbo en la América del Norte.
La escuela nacional, muy crecida pero diversa, no puede ofrecer hoy la solución inmediata, pero la coyuntura vuelve a ponerles a la sociedad y al gobierno lo apremiante que es tomar la Constitución en serio, reformar la educación con la intensidad política y filosófica que está en los principios jurídicos no sólo del artículo tercero, sino de toda la ley fundamental. La unidad nacional requiere comprensión histórica y ética pública actual. Para el gobierno, significa responsabilidad; para los ciudadanos, también. Esa es la unidad inicial.