No pienso que Donald Trump vaya a cumplir todas las bravatas que lanzó en su campaña, pero tampoco asumo que nada pasará. No coincido con la visión gubernamental de que la elección de esta “celebridad” para el cargo político de mayor poder en el mundo sea una “oportunidad” para avanzar por nuevas avenidas, aunque entiendo que al gobierno no le quedan muchas opciones. Es una exultación postiza.
Pedro Flores-Crespo (Campus Milenio, 17 de noviembre) propone que hagamos una defensa de la educación humanista. El retroceso de las humanidades en EU explica en parte la derrota de la tradición democrática de ese país. Él ve ese malogro con pesimismo para México; no le falta razón.
En una pieza de diferente naturaleza, la embajadora de EU en México, Roberta Jacobson (El Financiero, 14 de noviembre), elogia la educación internacional. Ella entiende el concepto como la presencia en tiempo real de educandos de un país estudiando en otro. En cuanto a la reciprocidad entre México y EU, la embajadora advierte: “El informe 2016 del Instituto de Educación Internacional muestra un incremento de 17 por ciento en el número de mexicanos que están cursando estudios de licenciatura en Estados Unidos, y un incremento de casi seis por ciento en el número de estadunidenses que vienen a estudiar en México”.
Si a esto agregamos a miles de mexicanos que hicieron posgrados en instituciones de educación superior estadunidenses y otros tantos nacionales de EU que tuvieron estancias de investigación o posgrado en el nuestro, se puede estimar que una multitud de personas comprende una buena porción de las culturas de uno y otro país.
Me cuento entre ese cúmulo. Estudié mis posgrados en Estados Unidos, he sido profesor visitante en dos de sus instituciones señeras, las universidades de Harvard y Columbia. Además, disfruté de una beca Fulbright y, entre mis actividades profesionales, fui director fundador de la Comisión México Estados Unidos para el Intercambio Educativo y Cultural. Ergo, soy un convencido de las virtudes de la educación internacional.
Por esa razón me acongoja la elección que hizo el pueblo de Estados Unidos. Donald Trump es la negación de los valores republicanos y democráticos de esa gran nación.
En el tiempo largo de la historia, las relaciones diplomáticas, políticas y culturales entre nuestras dos patrias han sido más de enfrentamiento que de cordialidad. La política patriotera y cerrada de EU fue una de las causas del nacionalismo mexicano.
En las últimas décadas parecía que abríamos más caminos hacia el entendimiento que hacia la colisión. La frontera que tenemos en común es la más dinámica del mundo: alrededor de 300 millones de cruces legales de personas, una cantidad inmensa de bienes y mercancías por año, a lo largo de más de tres mil kilómetros. En cierta forma, la frontera es ficticia. Ningún río, bordo o valla ha sido capaz de frenar nada: migrantes indocumentados, drogas o dinero; tampoco el flujo de armas que alientan la violencia criminal. Ningún muro parará esa circulación. Pero sí será un obstáculo para construir relaciones cordiales.
Se me ocurre que, sin que implique seguir una consigna gubernamental, la masa de mexicanos y estadunidenses que construimos puentes culturales entre los dos países, al estudiar unos en el de los otros, podríamos establecer una especie de diplomacia ciudadana en busca de acercamientos.
No me hago ilusiones de que esto derrotará los presagios xenofóbicos que ensalza Trump, pero tengo esperanzas de que algo pudiéramos lograr. Aminorar el revés que sufrió la educación democrática, como quiere Flores-Crespo, al tiempo de ampliar la perspectiva de la educación internacional, como lo pregona la embajadora Jacobson.