Elevar la calidad educativa es, sin duda, un propósito encomiable, además de indispensable para sobrevivir y prosperar como colectividad independiente. El problema es cómo hacerlo realidad. Cómo traducirlo, en suma, en decisiones puntuales y procesos política y administrativamente operables, capaces de detonar los cambios de conducta requeridos para que los niños y los jóvenes mexicanos consigan tener mejores vidas y contribuir a que todos tengamos un país más vivible y posibilitador.
El gobierno que actualmente dirige los destinos de los mexicanos fue capaz de sumar voluntades a favor de transformaciones constitucionales y legales encaminadas a lograr mejores aprendizajes para los alumnos.
A toro pasado se dice fácil, pero lograrlo requirió habilidades de negociación y convencimiento poco frecuentes. Ello, especialmente, si se toma en cuenta el costo político de desmontar la “simbiosis atípica” entre gobierno y sindicatos magisteriales que caracterizó durante largas décadas el régimen político-mexicano y el hecho de que el electorado nacional hace tiempo dejó de conceder mayorías absolutas que le permitiesen a una sola fuerza política decidir cursos de acción posibles sin negociar y ponerse de acuerdo con otros.
La cuestión, sin embargo, es que una cosa es conseguir acuerdos cupulares entre las principales fuerzas políticas del país en torno a un asunto políticamente rentable para todas ellas y otra, muy distinta, arremangarse, como gobierno, y hacer dichos acuerdos operables en la realidad concreta de burocracias mastodónticas y de intereses privados y de grupo, además muy poderosos, profundamente resistentes a los cambios acordados en la cima.
Para cambiar la forma en la que las escuelas de un país enseñan (qué enseñan, cómo lo hacen y qué tan efectivamente lo hacen) no bastan los acuerdos entre las elites políticas. Esos acuerdos resultan indispensables, pero no son suficientes para transformar el sistema educativo de un país. Para que los cambios ocurran en los hechos, hace falta que las miles de personas que integran ese sistema se comporten de forma distinta. Resulta clave para ello, en concreto, que a los burócratas educativos les importe y les vaya la vida en que los alumnos aprendan bien cosas significativas y distintas a las que han sido, históricamente, la norma; que a los maestros y directivos escolares les interese y los motive que sus estudiantes se empoderen; y que para los padres de familia tenga sentido involucrarse en lo que los ocurre a sus hijos en la escuela más allá de los diplomas conseguidos al final de un determinado ciclo escolar.
En el caso de la reforma educativa iniciada en México en el 2013 hay muchas cosas celebrables. Destaca, entre ellas, la intención clara y centralísima de re-alinear la estructura de incentivos que vincula la profesión docente con la tarea de ofrecer una educación de calidad para un país democrático en un mundo globalizado (hacer del mérito y no de la lealtad sindical el eje del acceso, la promoción y la permanencia en un cargo docente). El nudo gordiano, el problema clave no resuelto hasta el momento, ha sido la manera de traducir esa intención acertada en decisiones, procesos y rutinas capaces de aterrizar ese propósito en resultados concretos y sostenibles en el tiempo.
Destacan entre las fallas de instrumentación de esa reforma las siguientes.
En primerísimo lugar, la ausencia de una visión con la fuerza para darle contenido, forma, sentido y tracción emocional a la reforma. De una propuesta, en suma, capaz de sustituir la visión de Vasconcelos- útil por muchas décadas, pero hoy obsoleta- de mexicanos idénticos unos a los otros y sumisos frente a sus mandamases.
Segundo y absolutamente clave, la falta de un horizonte de crecimiento profesional concreto para los docentes mexicanos. De una trayectoria, esto es, distinta a la mera incertidumbre de la evaluación recurrente -frente a las viejas certezas de la lealtad, la herencia o la compra- y a la improvisación en materia de formación continua que es, hasta la fecha, lo que la reforma ha implicado para los maestros. Lo que se requiere, en concreto, son oportunidades de formación serias, en particular para maestros de educación básica y seguridad de mejores compensaciones salariales permanentes por buen desempeño en la función docente.
Tercero, las deficiencias en la comunicación relativas a la reforma, así como en los incentivos asociados con su instrumentación efectiva de parte de las autoridades federales a las autoridades educativas estatales. Los cambios han sido muchos, muy grandes y demasiado frecuentes y abultados. Si se quiere avanzar de veras, haría falta menos prisa, menos iniciativas al vapor, más tiempo y recursos para lograr que la reforma educativa cuaje.
Twitter:@BlancaHerediaR