La manera en como discutimos los asuntos públicos revela nuestro nivel democrático. En la disputa por la actual reforma educativa hemos escuchado y leído muchas cosas. Están desde los buenos hasta los malos argumentos. Entre estos últimos, recuerdo los “jaloneos discursivos” sobre la ley. Por un lado, están los que sin mayor mediación que su propio sentimiento, invocan a Mahatma Gandhi para proclamar que “cuando una ley es injusta, lo correcto es desobedecer”.
Tomar apresuradamente frases o palabras y utilizarlas fuera de contexto pueden tener un significado al que Gandhi, un gran líder pacifista, no le daría. Citar bien es algo que cualquier escuela o universidad debería enseñar.
Pero los argumentos deficientes y la falta de ubicación histórica para utilizar determinadas frases o palabras no sólo provienen del opositor, sino también de algunos representantes del Gobierno Federal. En su visita a Canadá, el presidente Enrique Peña Nieto, no supo ubicar y aplicar el término “populista” y por eso su homólogo estadounidense, Barack Obama, lo corrigió públicamente.
Posteriormente, y en medio del conflicto magisterial, el priista desde muy lejos nos mandó un mensaje. Dijo que para su gobierno lo que está “muy claro” es aplicar la norma. A más de tres mil kilómetros de distancia repitió un mantra: no está dispuesto a negociar la ley. ¿No? ¿Y qué hizo hace varios meses el subsecretario de Gobernación, Luis Miranda, cuando se reunió con representantes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE)? Miranda, dicen, contaba con el aval del presidente para meter en cintura a los disidentes a pesar de la inconformidad del ex secretario Emilio Chuayffet. Si son tan respetuosos de la ley, ¿por qué entonces suspendieron la evaluación previo a las elecciones de 2015? Y otro ejemplo: en la captura y encarcelamiento de los líderes sindicales (Elba Esther Gordillo y Rubén Núñez), ¿se respetaron los principios básicos de legalidad y de justicia? Sobre este último punto, Jesús Silva-Herzog Márquez ha hecho notar que el “gobierno federal emplea la ley como un instrumento político”. La intervención para atrapar a Elba pareció, según el analista, “más una purga propia de un régimen autocrático que la acción justiciera de una democracia” (Reforma, 04/07/16).
Al Gobierno Federal ya se le agotó el argumento legalista para defender la reforma educativa. De hecho, varios legisladores están abriendo la posibilidad de revisar y realizar algunas modificaciones a las leyes que emanan de la reforma educativa, según nos cuenta Erik Juárez (Educación Futura, 30/06/16). Incluso, contrario a las visiones de Aurelio Nuño y representantes de organizaciones civiles pro empresariales, Miriam Ibarra, del Partido Revolucionario Institucional (PRI) piensa que la “reforma es perfectible” para hacerla más viable y para facilitar la negociación con el magisterio. En esta tónica están ubicados varios representantes de Acción Nacional y del Partido de la Revolución Democrática.
El consenso social para “reformar la reforma”, como diría Roberto Rodríguez, va surgiendo con mayor fuerza y es aquí en donde ahora podríamos ubicarnos y actuar. De hecho, entre la intransigencia de abrogar y la necedad de “nada se mueve porque lo digo yo y porque que soy la Ley”, han surgido propuestas de investigadores educativos e incluso, se han elaborado reportes sobre la evaluación docente que pueden servir para construir argumentos, discutir e irnos encaminando hacia el entendimiento mutuo y al cambio razonado de políticas.
En este sentido, coincido con los investigadores Ángel Díaz-Barriga e Imanol Ordorika quienes sostienen que hay que quitarle lo punitivo a la evaluación y para ello, habrá que plantear estos ejercicios como voluntarios. Es necesario “generar confianza en la evaluación”, dice el primero y yo agregaría, hay que ampliar la mirada y sobrepasar el modelo clásico de individuo que revelan las actuales políticas educativas, es decir, ese ser humano que ante los ojos del gobernante sólo actúa en pos de su propio beneficio.
También suscribo la idea de repensar las consecuencias de la evaluación para que éstas no sean solamente en contra de los maestros, sino también en beneficio de la niñez. El vínculo entre evaluación docente y mejora de los aprendizajes no es claro en esta reforma y la evidencia que se ha mostrado es cuestionable.
Para salir de la Babel en que nos hemos metido, sugiero revisar el reporte de Rodolfo Ramírez y Concepción Torres intitulado, La evaluación del desempeño docente: de lo comprometido a lo realizado, el cual sostiene que el esquema actual para medir el mérito de los docentes es deficiente y limitado. Por lo tanto, imponer una evaluación “de alto impacto” bajo estas condiciones es un gran error, como bien lo ha señalado Manuel Gil Antón.
Los esquemas de evaluación pueden mejorarse sustancialmente y esto requiere dinero y tiempo. ¿Está dispuesto el Estado a dotar al sistema educativo de estos recursos? En el reporte de Ramírez y Torres se puede leer que desde hace tiempo, varios especialistas —que ahora son funcionarios— señalaban la imperiosa necesidad de realizar observación en el aula para evaluar de manera más integral al maestro. Díaz Barriga, de hecho, también defiende este punto. Se sabe que por ser demasiado “costosa”, la observación en el aula se canceló. ¿No debió el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) pelear y enfocarse a construir este instrumento de recolección de información antes de destinar recursos a otros proyectos (e.g. consulta a indígenas, apertura de direcciones estatales, altas compensaciones salariales), quizás muy valiosos pero que abren la puerta al legítimo cuestionamiento sobre el uso racional de los recursos públicos.
Ante la violencia y el conflicto, todos estamos a prueba. Razonar y expresarse inteligentemente es nuestra responsabilidad ciudadana y sobre todo, un elemento central de la noción de calidad educativa que muchos deseamos alcanzar.