Es muy sencillo despreciar las críticas a la reforma educativa poniendo a todos los que la debaten en el mismo costal impresentable. De ese modo, el poder que no escucha ni dialoga, concibe todo cuestionamiento como insolencia ilegal y se queda, aislado, en su aparente triunfo. Sojuzga, somete y doblega: su instrumento es la fuerza pública. La generalización, las amenazas o el elogio zalamero remedan argumentos.
La inclusión de la diversidad de pareceres en el mismo saco es clara: “No se dejen engañar: todos los que están en desacuerdo con la reforma, en realidad están a favor, o quieren conservar el control de los vicios de antaño, como la venta y herencia de plazas. Atentan contra el valor del mérito como mecanismo para asignar puestos, promociones e ingresos adicionales. Son partidarios de la impunidad”. En su propaganda, recurren sin pudor al lugar común: “Ser maestro no es sólo un empleo, es una vocación de vida”.
Es falso que la orientación de todas las interrogantes esté interesada en volver a despropósitos previos, como el mercado de plazas que (no hay que olvidar) generó y coordinó el gobierno con las cúpulas sindicales durante décadas. Hay objeciones válidas y fundadas. Confundirlas con los malos usos, y peores costumbres del pasado, es un recurso para sostener lo que al poder sin legitimidad sostiene: la demagogia.
Es imprescindible criticar la manera en que se pretende “medir” el desempeño de una maestra o un profesor, durante —pongamos el caso— más de 15 años, y determinar si ha sido insatisfactorio, bueno o destacado. No hay confiabilidad ni validez en lo que se solicita al sustentante para el juicio que se emite: cuatro evidencias, más un examen de opción múltiple al que se añade simular la planeación argumentada de una clase. Derivar de este conjunto de ejercicios un juicio sumario sobre la trayectoria de un profesional de la docencia es aberrante, y el impacto de este yerro es mayor. Es como intentar medir los niveles de colesterol con un calibrador de llantas.
Hay que cuestionar que la reforma partió de señalar como culpable de todas las fallas en la educación a las y los maestros, porque este proceder es inadecuado al simplificar un fenómeno muy complejo, y reducir aún más la solución a un fetiche: evaluar.
No hay que cejar en la objeción a la política educativa actual, por haber concebido al magisterio como insumo a mejorar, no como socio en la transformación que urge: no hay reforma que prospere sin el entusiasmo de un sector muy amplio de docentes.
Si la estabilidad laboral indefinida, pese a no trabajar, o hacerlo sin cumplir los compromisos de la profesión, era un lastre, lo es también que, según la ley actual, nunca (y nunca es nunca, en serio) alguna profesora o maestro tendrá seguridad en el empleo. Este aspecto de inseguridad en el trabajo, pese a muestras del buen hacer cotidiano, supone que el riesgo produce esmero, y la incertidumbre calidad: eso es más falso que un billete de 9 pesos. Señalarlo como falla no es proponer que se vuelvan a vender plazas: es un llamado a pensar las cosas y enmendar los errores que, no por legales, dejan de serlo. La ley no es inmutable.
La evaluación, así planteada, se convertirá en un requisito a superar merced al estudio de las guías que se distribuyan. Pensar que por ello la actividad en el aula se transformará es pedir peras al olmo. ¿Abona a la impunidad afirmar esto? No.
No se vale, no es cierto que la crítica a la reforma sea en contra de México y su futuro. Lo que sí lo será es la obcecación de los gerentes del sistema, sordos y altivos, por hacer cumplir procedimientos no adecuados a toda costa. El Estado de derecho es observar la ley, pero de igual manera que las normas sean idóneas al proceso social al que remiten. No es así: someter no es convencer.
Twitter: @manuelgilanton
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.