En memoria del querido Sergio
Al coordinar un libro del Consejo de Especialistas para la Educación (2006), tuve la oportunidad de entrevistar a Fernando Solana, ex secretario de Educación Pública, a quien le pregunté cuáles consideraba que eran las tres políticas educativas más exitosas de México. Con seguridad, Solana respondió: “Vasconcelos, Torres Bodet y Fernando Solana”.
Sorprendido por la respuesta, reflexioné en silencio a qué grado en pleno siglo veintiuno, seguimos comprendiendo la política educativa por medio de un recurso personalista. ¿En qué medida el estilo del gobernante puede marcar la acción pública? ¿Es esto sano en una democracia? ¿Cuándo la voluntad del servidor público se convierte en voluntarismo? ¿Cómo modulan las instituciones democráticas el ímpetu del funcionario de Estado por impulsar el cambio o empujar su propia agenda, aún cuando tenga un interés genuino basado en el simpatía por un grupo social específico?
Con Fernando Solana (1977-1982) al frente de la SEP tuvimos suerte. Se crearon organismos clave para el desarrollo educativo del país como las delegaciones en los estados, las cuales representaron un fuerte impulso para la descentralización educativa —que ahora, por cierto, está en peligro. Con una clara idea de que el “crecimiento” es de las personas y no solamente de la economía, Solana fundó, en 1981, el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA). Además, con tino e imaginación, puso en marcha equipos de trabajo llamados “comandos” que, como recuerda Latapí, operaban con “gran libertad” fuera del organigrama de la SEP y que consecuentemente, lograron “éxitos muy notables al trabajar sin las trabas de la burocracia” (Latapí, Andante con brío, 2008). Pese al “imperio de las restricciones”, se pueden hacer cosas con el “paquidermo reumático” que representa la SEP.
Pero por su alcance e importancia para las personas, la política educativa no puede estar basada en la suerte para esperar resignadamente que llegue un personaje como Solana a la SEP. Evitar esto implica construir —entre todos— formas de gobierno institucionales y no personalistas, es decir, se requieren nuevas reglas y prácticas ciudadanas para que el actuar de los funcionarios de Estado se module y logren recapacitar. Por muchas buenas intenciones que tenga una autoridad, no es recomendable subvertir el carácter público de la política educativa. Esto no es un mero principio de ciencia política, sino una advertencia para evitar prácticas regresivas que pueden dañar a los más pobres.
Michael A. Gottfried y Gilberto Q. Conchas, acaban de publicar su libro When School Policies Backfire. How well-intended measures can harm our most vulnerable students (Harvard University Press) que en español titularíamos: Cuando los políticas escolares son contraproducentes. Cómo buenas intenciones pueden dañar a los estudiantes más vulnerables. Basado en casos de estudio, Gottfried y Conchas muestran los efectos negativos que generaron políticas bien intencionadas en el campo educativo y enfatizan la responsabilidad que tienen los hacedores de política y los investigadores con el bienestar de los estudiantes más pobres.
Tengo cierto optimismo de que a medida que el cambio generacional ocurra, la personificación de la política pública irá disminuyendo. No hay que olvidar que las reglas —o institucionalidad— bajo la que operaba la política educativa en tiempos de Solana era muy distinta a la de ahora. La oposición carecía de fuerza real para llamar a cuentas a un secretario de Estado, los organismos de la sociedad civil eran escasos, la prensa no mostraba la pluralidad de ahora, las redes sociales eran inexistentes y la competencia político-partidista era irrelevante para mantenerse en el puesto. Aunque aún falta mucho para hacer que los funcionarios se hagan responsables de sus actos, parece evidente que la personificación no fructifica a medida que la democracia se expande.
Ahora, error que cometa un funcionario sale a la luz pública en tiempo record y puede dañarlo profundamente. Si no me cree, repasemos el caso de Fausto Alzati, ex secretario de Educación Pública en el sexenio de Ernesto Zedillo (1995-2000), quien fue entonces separado del cargo por mostrar grados académicos que no poseía. Luego, con el regreso del PRI en este sexenio, volvió a ser removido del puesto de Director General de Televisión Educativa por irrumpir violentamente en una lectura de poesía en la SEP e “invitar” a los asistentes a que gritaran porras al presidente Peña Nieto. El servilismo fue disfuncional.
Dada la complejidad de los problemas educativos del país, un solo actor, por más poderoso, “comprometido” o imaginativo que sea, ya no puede impulsar por sí mismo los cambios que quiere y desea. Su actuación está enmarcada en una base sumamente frágil. La condiciona un tablero político y democrático, en donde él —o ella— sólo son una parte. No entender esta nueva realidad sólo va a perjudicar trayectorias políticas, académicas e intelectuales y vamos a experimentar aún más, frustración social.