La SEP ha venido anunciando, desde principios de 2016, que, entre abril y mayo, se darán a conocer nuevos planes y programas de estudio para Educación Básica y Educación Media Superior. Si bien para muchos pudiera parecer obvia la necesidad de reformar (una vez más) la currícula escolar, existen razones de peso para preguntarse por qué y para qué.
Hay, al menos, tres elementos que despiertan dudas sobre la conveniencia de reformar de nueva cuenta las currículas de la Educación Básica y la EMS. Primero, de 1970 a la fecha se han introducido cambios en planes y programas (más o menos, uno importante cada década), mismos que, a juzgar por los resultados en pruebas estandarizadas, en deserción y en empleabilidad, no han sido muy exitosos en mejorar la calidad o la pertinencia de la educación en el país.
Segundo, las dos últimas reformas curriculares para Básica y Media Superior, ambas bastante ambiciosas e introducidas, respectivamente, en 2011 y 2007, aún no han terminado de cuajar. Si bien estas últimas reformas no han generado las consecuencias esperadas, no resulta en absoluto evidente que la mejor solución sea volver a cambiar los planes de estudio. Ello, pues en realidad no sabemos si su falta de éxito es atribuible a su diseño o a factores ajenos a él, tales como: insuficiente tiempo de maduración o falta de preparación y/o disposición de los docentes para aterrizar esos programas y lograr, con ellos, mejores aprendizajes para sus alumnos.
Un tercer elemento a tomar en cuenta tiene que ver con los riesgos que reformar planes de estudio pudiera entrañar para el éxito de la reforma educativa. Lo que me preocupa aquí es que la introducción de un nuevo cambio curricular –especialmente si es muy ambicioso–, sumado a la multitud de otras transformaciones en curso, termine por someter al sistema educativo –sus burocracias, su personal docente y directivo– a niveles de estrés inmanejables.
Paso ahora, brevemente, a las razones detrás de la decisión del gobierno federal de emprender una nueva reforma curricular. Al respecto, encuentro dos posibles explicaciones: la necesidad de responder a los críticos de la reforma que insisten en que ésta no ha sido una reforma educativa sino sólo una reforma laboral, y la necesidad de terminar lo que empezó Emilio Chauyffet en materia de nuevo modelo educativo.
Entre las motivaciones de esta decisión no veo, en todo caso, la intención de plasmar en nuevos planes y programas una visión clara sobre qué tipo de personas pretenden los reformadores que formen las escuelas mexicanas. ¿Quieren que formen ciudadanos, gente sumisa, individuos empleables (en caso de que hubiera empleos suficientes)?
Tampoco veo una propuesta de estándares diferente al suficientismo de siempre.
Más que un nuevo conjunto de tiras de materias, lo que requerimos es definir un norte preciso, ambicioso y exigente para el conjunto del sistema educativo nacional. Básicamente, pues sin claridad y pasión sobre lo que se quiere, la determinación sobre qué se queda, qué se va y qué se agrega en materia de contenidos terminará produciendo un pastiche más.
Además de una definición grande sobre los fines de la educación nacional y de algunas cuantas cosas adicionales que obviamente habría que hacer (varias de las cuales se han intentado ya numerosas veces sin éxito, como por ejemplo la necesidad de aligerar el volumen de información por asignatura y concentrar la atención en la comprensión efectiva de conceptos centrales), resultaría indispensable centrar la mira en transformar la experiencia educativa en las aulas.
Para lograrlo, desafortunadamente, no hay atajos. Necesitamos maestros capaces de conectarse con sus alumnos, de motivarlos y emocionarlos con la empresa de aprender. Docentes que dispongan de más estrategias pedagógicas que la recitación, el dictado o la proyección de láminas con frases huecas e información sin ton ni son. Padres de familia más involucrados y directivos escolares que puedan orientar la práctica educativa y no sólo llevar papeles de un lado al otro.
Varios de estos ingredientes centrales están ya incluidos en la agenda de la reforma educativa. Démosles tiempo para que maduren y, por ahora, concentrémonos en construir una visión compartida del tipo de personas que queremos formar en las escuelas del país y en asegurarnos de que los factores clave para hacerla realidad estén presentes.
En resumen, más que grandes reformas curriculares, lo que urge en este momento es un norte claro y un mecanismo de revisión permanente, gradual y ordenado para ir actualizando, con tiempo y calma, planes y programas de estudio. Por el momento, no necesitamos ni podemos con nada más.
Twitter:@BlancaHerediaR