En este mundo traidor / nada es verdad ni mentira / todo es según el color / del cristal con que se mira.
Ramón de Campoamor
La reforma se mira, siguiendo a Campoamor, con diferentes lentes. Hoy avanzo la síntesis de tres posturas que desde distintas perspectivas teóricas, pudieran explicar —o, al menos, hacer el intento— el papel de la Reforma Educativa mexicana en la globalización. Aunque los autores que trabajan en el campo de la educación comparada e internacional ven sus posturas como excluyentes unas de otras, en casos concretos se pueden extraer ideas de cada una de ellas.
Los autores neoinstitucionalistas propondrían la tesis de que la reforma mexicana es parte de una tendencia mundial que hace que los sistemas educativos del planeta sean cada vez más parecidos, independientemente de contextos políticos y tradiciones culturales.
Ellos ven a la globalización como el desarrollo de la humanidad hacia un sistema mundial de mercado y de formas de vida. Por ello, las instituciones escolares se parecen tanto. Isomorfismo es el concepto clave. Las reformas educativas de México de las últimas décadas son nada más la expresión local de esa corriente global que —ellos afirman— es legítima.
Otra propensión teórica de tinte radical, con tonos neomarxistas, postula que es cierto que los sistemas escolares del mundo son cada vez más semejantes. Pero no piensan que se deba a un movimiento cultural, sino a una imposición de órganos intergubernamentales, como el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.
Estos académicos desafían la noción de que las reformas en la educación disfruten de alto grado de legitimidad. Son producto de una especie de neoimperialismo cultural, dictado desde los poderes globales. Incluso, esos organismos promueven un tipo de Reforma Educativa que contiene los mismos elementos, como evaluación centralizada y operación local de los sistemas, estándares nacionales de desempeño y autonomía escolar. Esto, al margen de la historia y cultura de cada nación.
Una tercera opción teórica propone que, en esencia, las dos posturas anteriores tienden a ignorar o, más aún, a neutralizar la acción política de los actores nacionales en la promoción y puesta en práctica de —y oposición a— las reformas en la educación. Las condiciones domésticas son tanto o más importantes que los impulsos del orden global.
Para autores que defienden esta postura no hay una línea ascendente hacia una cultura única, ni una exigencia brutal de los organismos intergubernamentales; tampoco un sometimiento de los actores políticos locales. Estos académicos observan que en el desarrollo de las reformas educativas recientes en casi todo el mundo hay un conjunto de instituciones que “prestan” ideas, conceptos e instrumentos a países que la hacen de prestatarios. Del conjunto recetas, los líderes nacionales escogen qué tomar en préstamo y cómo aplicar prescripciones.
He dado seguimiento a las reformas que ha impulsado el Estado (no sólo ciertos gobiernos) mexicano desde 1970. En efecto, se podrían encontrar elementos que sostienen cada una de esas tesis. Desde mi perspectiva, la tercera parece más atractiva, propone una visión de la dialéctica entre lo local y lo global. Toma en cuenta a los actores políticos nacionales, sus intereses, afanes y perspectivas para situarse en el mundo.
Pero así como Alejandro Dumas platicó de los tres mosqueteros y fueron cuatro, quiero aventurar una cuarta tesis, ésta con cristales particulares para analizar el caso mexicano.
La Reforma Educativa se explica mejor, pienso, por las contradicciones internas, el contexto político nacional, las tradiciones corporativas del régimen y sus prácticas, así como los propósitos de cambio que expresan los gobernantes.
Escuchar el canto de la cultura mundial, echar loas a las promesas de la globalización o pedir a la OCDE que diseñe una Reforma Educativa y recete instrumentos de evaluación son, en el último de los análisis, elementos de legitimación. Los intereses institucionales del Estado determinan las acciones principales.