Por Jennifer L. O’Donoghue
Hace tres semanas, el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) anunció la “suspensión” en 2016 de la prueba PLANEA, principal instrumento para medir el logro de aprendizaje de las y los estudiantes de educación básica en el país. El día siguiente, la Secretaría de Educación Pública (SEP) refutó este anuncio, insistiendo que “sí, se va a aplicar”, aunque no como fue diseñado por el INEE. Desde la sociedad civil, Mexicanos Primero, así como otras organizaciones y comentaristas, expresaron su desacuerdo con esta decisión. En resumen, y entre otros puntos, se cuestionó: ¿cómo se puede monitorear el avance en la obligación del Estado de garantizar “el máximo logro de aprendizaje” de cada uno de las niñas, niños y jóvenes – como se estipula en el reformado Artículo 3º Constitucional – si no contamos con un instrumento de evaluación del mismo?
En respuesta, las autoridades de la SEP han emprendido una campaña de descalificación de la crítica social, queriendo poner en tela de juicio, una y otra vez, la legitimidad de las organizaciones y de las personas para hablar del tema. Por momentos nos quieren presentar como “novatos” o “amateurs”, confundidos o sin capacidad de entender la complejidad de la educación; en otros, somos “deshonestos”, promotores de una agenda “oculta” o anti reformista. En un debate público en el programa Educación XXI de W Radio, un alto funcionario de la SEP incluso declaró que los únicos que pueden hablar del tema de la evaluación educativa son los expertos del INEE.
Es esta reacción de las autoridades, tan virulenta, en contra del derecho de la sociedad de participar en la conversación pública sobre la educación que me gustaría tratar en este espacio. Empiezo con una pregunta sencilla: ¿de quién es la educación pública?
La palabra “pública” conlleva por lo menos tres significados: 1) algo que pertenece al público, 2) lo que se hace en público y 3) lo que es resultado del trabajo cooperativo de un público (Boyte, 1996). Es decir, dentro de una democracia, la educación pública es de todas y todos; es nuestra responsabilidad, nuestro proyecto social y parte de nuestra “riqueza común” (commonwealth). Es donde se crea y recrea la democracia y la ciudadanía entre las generaciones jóvenes, y donde se concentran nuestros esfuerzos colectivos para proteger, respetar y promover el derecho a aprender, derecho habilitante que permite el ejercicio efectivo de muchos otros: derecho a la salud, a la participación, al trabajo. En este sentido, que nos dejara de importar la educación sería descuidar uno de nuestros deberes más significativos como sociedad.
El derecho a participar en y la responsabilidad social por la educación pública no es cuestión de filosofía o teoría política; forma parte ya de la interpretación jurídica en nuestro país. En marzo de 2015, en su fallo estableciendo el interés legítimo de Aprender Primero, brazo jurídico de Mexicanos Primero, para proteger el derecho de terceros, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) afirmó que la efectividad del derecho a la educación “se encuentra condicionada al cumplimiento de las diversas obligaciones impuestas tanto al Estado como a las asociaciones civiles” (Tesis Aislada CLXX/2015). La Corte retoma el llamado de la Asamblea General de las Naciones Unidas, realizado en 1994, a que los órganos no gubernamentales se ocupen de vigilar la observancia del derecho a la educación. Asimismo, reitera lo establecido en el Artículo 3º, Fracción III de la Constitución Mexicana: la obligación del Ejecutivo Federal de considerar la opinión de los diversos actores sociales involucrados en la educación. En resumen, la tesis de la Corte afirma que “la efectividad de este derecho se logra mediante el cumplimiento de obligaciones que recaen en distintos sujetos, es decir, se requiere de la intervención tanto del Estado, como de los particulares, así́ como de asociaciones civiles, en la promoción, protección, respeto y garantía” (énfasis mío).
Entonces, ¿de quién es la educación pública? Es de nosotros: de las niñas, niños y jóvenes y sus familias; de las maestras y maestros; de las ciudadanas y ciudadanos y de las organizaciones en las que nos agrupemos; de los investigadores y “expertos”. Hay demasiado en juego para que nos callemos: se trata del presente y el futuro tanto de la población joven, como también de nuestra democracia. Así que, junto con aquellos a los que dimos un mandato en el gobierno, sigamos participando, opinando e involucrándonos, no sólo porque es nuestro derecho, sino porque es nuestra obligación.
Directora de Investigación de Mexicanos Primero
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