Quién sabe cuánto costó la operación que culminó con el arrancón de la moto que en sólo tres minutos llevó al “Chapo” Guzmán al aire fresco. Lo que haya costado lo pagamos nosotros. Lo pagamos con dinero que aportamos a la hacienda pública, pero también con menos paz y más violencia.
Es triste la noticia porque nos ubica dónde estamos y, por lo visto, confirma que nos mantendremos lejos de una sociedad de derechos mientras la corrupción sea el aceite de nuestra “vida institucional”. El “orden” destructor de la corrupción continúa generando el “caos” que nos invade.
Dice Mauricio Meschoulam que la investigación ha demostrado “una importante correlación entre corrupción y violencia, o para ser más exactos, entre corrupción y falta de paz en una sociedad.”
Además de contar bajos niveles de corrupción las sociedades pacíficas, de acuerdo con el Instituto para la Economía y la Paz (IEP) citado por Meschoulam, las sociedades pacíficas se caracterizan por gobiernos que funcionan adecuadamente, distribución equitativa de los recursos y un alto nivel de capital humano (generado a través de educación, capacitación y desarrollo). Otras características se refieren al flujo libre de la información, un ambiente sano y propicio para negocios y empresas, la aceptación de los derechos de otras personas, y buenas relaciones con sociedades vecinas.
Vivimos en una situación contraria a una sociedad en paz, justo porque construir una sociedad con paz supone fortalecer cada una de estas “columnas”, no socavarlas. No enfocarnos a levantar esos cimientos, como es el caso de nuestro país, conduce a que “nuestros niveles de paz seguirán por los suelos.” En particular, señala la investigación, “mientras más corrupción existe, los países estudiados presentan niveles de paz más bajos.”
México tiene una enorme agenda pendiente en todos los ámbitos de nuestra vida pública, empezando por la falta de un verdadero estado de derecho. La motocicleta del “Chapo” no podría correr sobre los rieles de una sociedad cimentada en la legalidad, única forma de producir una sociedad moderna y democrática.
Este topo motociclista sólo es el último espectacular capítulo de una historia lamentable e incesante de corrupción y violencia, causa y efecto precisamente de la capacidad económica y criminal de un tipo como “El Chapo” Guzmán, así como de la extendida violación de derechos producto de la voraz extracción ilegal de recursos públicos y la inercia en las políticas.
La educación en México forma parte de esa historia, con las consecuencias inevitables en el incremento de la violencia y la ampliación de la brecha de nuestras desigualdades.
El problema no es de hoy. Recordemos que en aras del control político del magisterio se permitió la acumulación de poder y de millones de dólares a los sucesivos caciques que dominaron el SNTE a partir de 1944. Jongitud Barrios (1972-1979) y Elba Esther Gordillo (1989-2013) aparecen como los más notables en rapacidad. Si sólo consideramos los años de liderazgo magisterial de este par de pillos estamos hablando de más de 40 años de desvío de recursos hacia sus bolsillos.
Mientras la corrupción avanzó, la autoridad educativa retrocedió. El resultado fue el hundimiento de la escuela pública, hasta parecer en muchos lugares algo similar al brazalete electrónico de localización que se le colocó al “Chapo” para mantenerlo bajo control: un instrumento más pensado para la simulación, que de utilidad real.
Lo bueno que tenemos actualmente en términos de resultados, con los límites que queramos definir, lo debemos a los maestros que hacen su trabajo con las migajas que reciben en términos de capacitación, seguimiento y recursos para el aprendizaje. Si ellos reciben poco, es explicable que niños, niñas y adolescentes reciban poco. Si ellos han vivido décadas de atracos, no podemos esperar una reacción entusiasta a una reforma educativa que no los protege del abuso al amparo del gobierno.
La reforma educativa tiene el serio límite de un gobierno cuya naturaleza lo inclina, más al control político y clientelar del magisterio, como los demuestra el reciente ataque a la autonomía del INEE, que a una iniciativa ambiciosa, amplia porque el problema no es sólo educativo, que desmonte las redes de corrupción que perviven en todos los estados de la república y ataque de raíz los problemas políticos y sociales que venimos arrastrando de toda la vida.
Es una verdadera vergüenza que el Comité del Niño (CDN), en su respuesta a los informes cuarto y quinto del Estado Mexicano, realizada el 5 de junio de 2015, señale que pese a los altos niveles de percepción de corrupción en el estado parte “no haya registros relacionados con casos de malversación de fondos asignados a los derechos de la infancia.” Obviamente la recomendación dicho Comité se resume en reforzar “las medidas para combatir la corrupción, incluidas las capacidades institucionales para detectar, investigar y procesar eficazmente la corrupción.”
¿Cuánto tenemos que seguir esperando para que esas medidas comiencen a aplicarse?
Tiene razón Esteban Illades cuando dice, a propósito de los crímenes de Ayotzinapa, que “mientras no nos replanteemos las estrategias de seguridad y sobre todo qué estamos haciendo en el país con la corrupción, con la educación, con el modelo de nación que queremos, no es descabellado pensar en otra noche más triste.”
Pero la verdad es que la “noche triste” no ha cedido en muchos lugares del país y, lo peor, es que sabemos que faltan otras por venir. ¿Qué noches estarán pasando los familiares de los siete jóvenes desparecidos el 7 de julio, en Calera, Zacatecas? Mientras escribo estas líneas leo en Proceso que cuatro de esos jóvenes fueron encontrados con un tiro en la nuca. Dos de ellos eran adolescentes menores de 18 años (cuatro de los siete jóvenes desaparecidos tenían esa edad). Los familiares ya habían denunciado ante la Procuraduría General de Justicia del Estado y en el Congreso de Zacatecas que el Ejército, adscrito a la base militar de Fresnillo, es el responsable de las desapariciones.
Otra información deberíamos tenerla producto de un debido proceso que no tuvieron estos cuatro asesinados y los otros tres que aparentemente ya fueron encontrados también muertos. Dice la hermana de uno de los desaparecidos: “Hemos oído comentarios de que a lo mejor andaban en malos pasos, que por eso se los llevaron los soldados… pero ¿a poco no tenían que ser llevados ante alguna autoridad si fuera cierto?; ahora encontraron a los otros muertos, ¿a poco les tenían que hacer eso si andaban mal? Ya no sé qué palabras usar para decirle cómo me siento”.
Entiendo que eran jornaleros, gente pobre, sin oportunidades educativas ni de otra índole. ¿Estaban en la escuela esos cuatro adolescentes? ¿Dónde estaba el Estado y su política de protección especial dirigida a esta población?
El caso es que todo esto no para. La “bola de nieve” viene creciendo desde hace décadas. Corrupción, violencia, desapariciones forzadas, desplazados, autoridades envueltas en el crimen, niños, niñas y adolescentes sin oportunidades reales para ellos y sus familias, continúan su marcha inexorable mientras gobiernos van y gobiernos vienen.
“El Chapo” ya salió a la luz del día. Nosotros no acabamos de salir de la noche de nuestra historia porque nuestra moto, el Estado que tenemos, a diferencia de la que permitió la libertad de ese criminal, carece de rieles y está atascada en el fondo del túnel. México requiere levantar esos pilares a los que se refiere Meschoulam, condiciones ineludibles para la paz que “quizás jamás hemos realmente experimentado de manera plena, y cuya ausencia ha terminado por explotar en nuestras caras.”
P.D. Esperamos una investigación ejemplar de la Procuraduría General de Justicia Militar, así como de las autoridades civiles competentes, en particular un informe detallado sobre los adolescentes asesinados y sus familias.
Twitter: @LuisBarquera
http://odisea.org.mx/odisea_global/