La suspensión de la evaluación a los profesores de educación básica marca un punto crítico en la sucesión de desencuentros entre la compleja realidad educativa y la singular visión del régimen peñanietista. Y, si bien en estas líneas se está muy lejos de reclamar la reposición del proceso de evaluación referido o de esperar respuestas consistentes de quienes no han sabido conducir la educación nacional, sí sorprende que el magno esfuerzo que llegó a la modificación del texto constitucional en 2014, sea llanamente achicado un viernes por la tarde.
Las explicaciones sobre la decisión se multiplican y mientras algunas voces dirigen su crítica a la disidencia magisterial, otras lo hacen hacia el secretario del ramo o al Presidente de la República. ¿Asistimos a un cambio de ruta en la conducción de la educación? ¿O la causa es el inminente proceso electoral y cualquier otro viernes por la tarde será anunciado que siempre no? Sin la aspiración de atender estas interrogantes vale adelantar que, con todo y el revuelo que ha generado la suspensión de la evaluación, el problema real de la educación nacional es el cúmulo de desaciertos en materia de política educativa durante estos años.
Aunque es imposible dar cuenta de la evolución de las decisiones en este tramo del sexenio, es oportuno plantear algunos de sus hechos más significativos a partir de cinco dimensiones. La política, que dio cabida a la exaltación de la evaluación de la educación en el discurso oficial; al nombramiento de Emilio Chuayffet, controvertido actor del viejo priísmo; a la incorporación del ideario empresarial en el discurso oficial –de manera señalada a través de la asociación Mexicanos Primero–, y al proceso de creación del INEE (Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación), organismo autónomo pero inicialmente operado por el propio secretario del ramo. La legislativa, que, impulsada desde la SEP e instrumentada por el Congreso de la Unión, implicó la modificación de los artículos tercero y 73 de la Constitución y de la Ley General de Educación, así como la expedición de las leyes del INEE y del Servicio Profesional Docente. La judicial, que alcanzó su momento cumbre con la aprehensión de Elba Esther Gordillo –en una acción justiciera y propagandística–, que se extendió contra los grupos opuestos a la reforma oficial, de manera señalada la CNTE (Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación). La mediática, que implicó el apoyo de las televisoras, de la radio y de gran parte de la prensa hacia las propuestas oficiales, y que sirvió para cuestionar no sólo las acciones más contundentes de la resistencia magisterial, sino también para descalificar cualquier forma de crítica. Por último, la pedagógica, que, pese a sus posibilidades para dar argumentos sobre la calidad y la evaluación académica, vio reducidas sus expresiones al marco laboral y administrativo.
Al cierre de la primera mitad de 2015, los resultados de la tan anunciada reforma se imponen con crudeza y lejos de los avances prometidos bajo la etiqueta de ‘‘Mover a México’’, hoy se vive una gran incertidumbre en la educación. La verticalidad de las decisiones y la limitada visión de la evaluación entendida mayormente como medición son sólo parte de la problemática. Otro serio déficit en el escenario actual es el que se refiere a la preminencia de voces políticas e incluso empresariales en las definiciones sustantivas de la educación y, lo más grave, una inexcusable ausencia de las voces magisteriales. ¿Cómo abrir canales reales de comunicación con los maestros? ¿Cómo trascender el esquema sindical cupular aún vigente? Y, en términos de conducción política, ¿cómo garantizar que los altos cargos de la educación dominen los saberes necesarios? ¿Cómo incluir expresiones más amplias y alternativas del pensamiento educativo? ¿Cómo dotar de contenido educativo a la reforma?
Como otros ámbitos nacionales, la educación demanda una profunda renovación de sus instituciones. La creciente concurrencia de todas las voces en el tema educativo, demanda de mecanismos de vertebración que sólo pueden ser brindados por un Estado legítimo y representativo que garantice el bienestar común y la justicia social. En caso contrario, la presión y la estridencia de los poderes económicos irá en aumento y los grupos ahora excluidos se verán más radicalizados.
Hoy resulta necesario insistir en que el reclamo social por una mejor educación no puede limitarse a la mera restitución de una reforma parcial y equívoca. Es urgente construir una política de Estado consistente, coherente y con visión de futuro. Una política educativa renovada en la que los directivos cuenten con las mejores capacidades y en la que la ‘‘idoneidad’’ sea su propio rasgo y no un mecanismo para descalificar al magisterio. Una propuesta educativa en la que la política facciosa e impositiva ceda su lugar al saber, así como a una política de apertura y nuevos consensos sociales.
* Investigador y profesor de la UNAM