Si las maestras y maestros son el “factor clave para asegurar la calidad de la educación que reciben los estudiantes” (INEE), entonces se deduce que uno de los objetivos primordiales de la educación —el de acrecentar el potencial humano— reside en las personas y lo que ellas hagan con los recursos materiales y simbólicos. Aunque se regalen tabletas, libros, laptops, se vaya a Disneylandia o se instalen pizarrones electrónicos, no se puede llegar muy lejos sin la inteligente y razonada intervención del docente. La educación es, por lo tanto, un acto profundamente humano y social y aunque esto suene redundante, no hace mal recordarlo en tiempos marcados por el materialismo.
En esta entrega quisiera comentar el resultado de una conversación con cinco profesoras de la educación básica, amigas entre ellas y que iniciaron sus actividades magisteriales hace casi 60 años. En ese tiempo quizás poco se utilizaba el término “política educativa” y no había tantas angustias con respecto a la evaluación. Además, tampoco se sabía cómo la sociedad civil podía presionar al gobierno para que éste rectificara y rindiera cuentas. Había atraso político, presidencialismo y una idea de la autoridad incuestionable, pero la sensibilidad de las maestras también estaba presente y por ello doy espacio aquí a sus voces como un reconocimiento a su claro compromiso y cariño por la niñez mexicana.
Parece haber un mantra que reza que si no tienes vocación por algo, fracasarás. Pero las vocaciones son “misteriosas”, diría Octavio Paz y además, pueden construirse por medio de diversos factores, como lo ilustran las maestras entrevistadas. A cada una de ellas, su familia, tías, un primo, amigas o papás las influyeron para optar por la carrera docente. Una de ellas, por ejemplo, no sabía qué elegir específicamente, si ser educadora o maestra hasta que llegó el consejo de Aurora Vázquez, una destacada maestra de Historia de México, quien le sugirió a una de ellas: “Mira, si te vas de educadora te verás graciosa mientras eres joven bailando con los niños, pero en cambio de maestra, tengas la edad que tengas, siempre serás la maestra”. La maestra optó por lo segundo; pues algo de tierna vanidad había en el consejo de la maestra Vázquez.
Pero una vez entrando al servicio docente, los retos no faltaron. Cuenta otra maestra que tenía un grupo en donde alrededor de 15 niñas —la escuela no era mixta— no aprendían; ¿y qué hizo? ¿le sugirió a sus padres que las llevaran al Kumón? ¿las “desahució” académicamente hablando? No; la profesora dividió el grupo de niñas con perfil no idóneo y les dijo: “las espero en mi casa a las cuatro de la tarde y vayan con un adulto que sepa leer y escribir”. Ahí, la maestra las sentaba en el comedor de su casa y le explicaba al tutor cómo tenía que enseñarles. Los papás, afirma, “le respondieron” y no les cobró “ni un solo centavo”. En agradecimiento, un jefe de familia le regaló a la maestra un cucharón de madera hecho por él mismo.
Y hablando de temas de actualidad, las maestras tocaron el tema de la disciplina de los niños y jóvenes. ¿Cómo controlar en ese tiempo la indisciplina en el salón de clases? “La disciplina escolar es resultado del trabajo escolar”, afirma con sorprendente sencillez y precisión una maestra que tuvo un grupo que se distinguía por ser inquieto y en donde “sobresalía” una chica que se especializaba en ser “desdeñosa”, pero la maestra le “exigía” y conforme pasó el tiempo, esta joven comprendió la actitud de la maestra y le agradeció hablándole por teléfono y diciéndole: “ahora en prepa me doy cuenta por qué usted era así con nosotros, sé más que todos”.
Luego, con la sinceridad que caracteriza a los buenos maestros de la escuela pública, una de las docentes cuenta que al contrario a sus amigas, ella no era “accesible”, era como su tía Aurora, de carácter fuerte y esto le redituó que siempre le asignaran los grupos de los “latosos”, “rechazados” y “problemáticos” para que ella los “compusiera”. A medida que empezó a conocerlos y a hablar con ellos para obtener mejores lugares en la competencia entre los grupos, notó que así como eran latosos, eran “muy inteligentes” y así se los hizo saber. Entonces trabajó con los muchachos para ganarle al Tercero A, que era el grupo de los niños “listos”, “ordenados” y “disciplinados”. Para el segundo bimestre, luego de estar en el fondo de las calificaciones, el grupo de las inteligencias latosas obtuvo el tercer lugar y para la evaluación del tercero y cuarto bimestre, ganaron el primero. “Lo exigente medio me sirvió”, confiesa con humildad la maestra sin quizás darse cuenta que tocó profundamente la vida y agencia de los jóvenes que rebasaron por mucho al grupo del disciplinado.
Fomentar la seguridad personal ante la evaluación y la competencia escolar fue una valiosa contribución de esta maestra, quien con sus entrañables amigas también nos corroboran que la vocación docente puede ser socialmente construida no solamente heredada o designada por ese “misterio” del que hablaba Octavio Paz, nuestro premio Nobel de literatura. Las maestras nos enseñan, asimismo, que el compromiso con el aprendizaje de las niñas y niños implica generosidad, exigencia y bondad. Para terminar estas admirables profesoras —ahora ya felizmente jubiladas— se unen para afirmar: “Siempre estábamos interesadas en mejorar, en cumplir con nuestra responsabilidad y si volviera a nacer, sería maestra”.