El lunes de esta semana la Coordinación Nacional del Servicio Profesional Docente de la SEP anunció el primer concurso abierto para las plazas de directivos de escuelas públicas de educación básica. En este proceso inédito se concursarán cinco mil 721 plazas de directores de escuela (6.2 por ciento del total), tres mil de supervisores (17.1 por ciento del total) y 15 mil 141 de asesores técnicos pedagógicos (12.4 por ciento del total) en todo el país.
Sin duda una muy buena noticia, pues directores y supervisores son actores centralísimos del funcionamiento de cualquier sistema educativo. Un gran logro, también, pues no debe haber sido fácil vencer inercias y coordinar a todos los actores (autoridades educativas federales y estatales, sindicato de maestros e INEE) involucrados en conseguir que, por primera vez en la historia, la promoción a cargos directivos en nuestras escuelas públicas tuviese como base el mérito y no la lealtad sindical, el compadrazgo o cualquier otro elemento distinto a la capacidad, aptitud y motivación efectivas para ello.
Con este concurso empezará a moverse en la dirección correcta una pieza clave de nuestro sistema educativo. Conviene recordar, sin embargo, que ese sistema es una máquina enormemente compleja, integrada por una multiplicidad de componentes y actores vinculados entre sí por un entramado de normas, prácticas e interacciones formidablemente imbricada. La apuesta de la legislación que mandata ese concurso es que el movimiento de esa pieza contribuirá, junto con otras reformas, a producir efectos en cascada que terminarán por mejorar la educación del país. Es deseable que así sea, pero me pregunto si será efectivamente posible lograrlo y, en su caso, cuándo.
Me lo pregunto, pues algunas de las condiciones críticas requeridas para que la asignación meritocrática de puestos directivos en el sistema educativo tenga los efectos deseados no están presentes. Destacan, al respecto, dos. Primero, márgenes de maniobra tales que posibiliten el que los directivos puedan, en efecto, incidir positivamente sobre el desempeño de las escuelas. Y, segundo, capacidades y conocimientos suficientes por parte de los directivos para elevar la calidad de la gestión y, por esa vía, la calidad, equidad y pertinencia de los aprendizajes de los alumnos.
En lo que hace a márgenes de autonomía, cabe destacar que si bien la reforma amplía la autonomía escolar, ésta deja fuera varias de las palancas necesarias para que los directivos puedan gobernar y mejorar a las escuelas.
En concreto, la autoridad para contratar y despedir maestros, así como para manejar el presupuesto de las escuelas. Por lo que toca a la calidad del personal directivo, conviene apuntar que existe evidencia considerable sobre el bajo nivel de formación general de los docentes mexicanos, lo cual, seguramente, llevará –al igual de lo ocurrido ya con el primer concurso universal de plazas docentes– al empleo de raseros no muy exigentes en los nuevos concursos para directivos, lo cual limitará su capacidad para elevar la calidad del personal directivo.
Una manera de aminorar los costos de los déficit mencionados y de potenciar con ello los beneficios del tránsito a un sistema meritocrático de asignación de plazas docentes y directivas, sería dotar de mayores márgenes de decisión a los directivos escolares y, sobre todo, invertir en serio en la capacitación de docentes y directivos. Hasta el momento, sin embargo, la atención presupuestal concedida a ese tema no parece haber recibido la prioridad necesaria. Los recursos disponibles se han ido, más bien, en pagar cosas como la pacificación recurrente de los segmentos del magisterio más resistentes al cambio (la CNTE) o la distribución masiva de equipo de cómputo cuyos beneficios en términos educativos no son, en absoluto, claros.
En suma, los concursos para directivos escolares son una muy buena noticia, pero sus efectos dependerán, en mucho, de la decisión del gobierno de invertir o no en su capacitación.
Twitter: @BlancaHerediaR