La idea de encontrar una sustancia, solo una, que transforme metales vulgares en oro, capaz de remediar todas las dolencias y conducir a la inmortalidad es fascinante. Cautiva hallar, para encarar problemas difíciles, la Piedra Filosofal. Dar con ese añorado elemento, factor o proceso que, merced a su enorme potencial, deshaga entuertos resurge con frecuencia. No es arqueología del pensamiento: es tentación constante. Brota frente a lo complicado o complejo. ¡Cuánto diéramos por conseguirla! Pariente del milagro y la magia. Pomada. Atajo que aliviana la contundencia de un camino largo, cuesta arriba, carente de certezas.
Ante los problemas educativos del país, se han propuesto diversas varas todopoderosas: eliminar la presencia de una persona; dotar a las aulas con muchos aparatos electrónicos; pasar de las asignaturas a las áreas del conocimiento, o abrazar las competencias. En todas, hay un supuesto que las hermana entre sí y con la alquimia: el sueño ¿o señuelo? de la causa única que deriva en la búsqueda de una solución similar en su simpleza. Ilusión.
Sin que haya duda sobre la urgencia de atender el agudo problema educativo que nos agobia (la combinación de dos tendencias: alta probabilidad de transitar por el circuito escolar durante años, sin lograr aprendizajes significativos como leer bien, con la incapacidad del sistema de retener a un gran número de alumnos, los más pobres) existe el riesgo de concebir a la evaluación de los profesores, indispensable, como EL instrumento clave, para algunos incluso suficiente, que enmendará todo o logrará, aislado, el proceso ineluctable de su solución de raíz.
Se afirma: al examinar a una persona para que sea la mejor la que ocupe la plaza, logramos calidad en la enseñanza. Buscar al más apto es incidir a fondo en la calidad educativa. Parece inobjetable, pero además de eludir otros factores en el proceso educativo, el vínculo directo y automático entre examinar y calidad, o detección del apto y aprendizaje valioso, no se sostiene sin asegurar la idoneidad y pertinencia de los procedimientos empleados.
Evaluar de manera adecuada la capacidad de generar ambientes de aprendizaje es vital pero no sencillo. Asegurar que se tiene conocimiento firme del contendido que se enseña es necesario, mas no basta. Es crucial aproximarse, de manera válida y confiable, a la estimación de si, en efecto, además de saber, se cuenta con el dominio pedagógico del contenido que se ha de enseñar. Conocer de la materia es imprescindible, pero no suficiente hasta demostrar que eso que se sabe, se sabe ubicar en procederes adecuados en un contexto formativo. La diferencia es honda. Hay malos maestros que saben muchísimo: de lo que carecen es de estrategias didácticas inteligentes e imaginación educativa. El buen oficio docente, sus límites y retos, no se puede apreciar, creo, usando el esquema de un examen de opción múltiple. Se requieren generar otras maneras de advertir ángulos fundamentales en un trabajo tan complejo. Sé que es muy difícil ¿imposible? hacerlo así cada año a centenas de miles de personas.
Resulta peligroso entonces que, con los métodos empleados, se pueda afirmar que el 68% de los egresados de las normales, al hacer los exámenes de oposición en 2014, no fueron idóneos, cuantimás si se asevera que buena parte del resultado desfavorable procede de la sección en que se evalúan “las responsabilidades ético-profesionales”. Menudo exceso.
Porque es vital evaluar bien para que mejoren los procesos pedagógicos, es preciso no reducirla a la aplicación de exámenes de los que derivan juicios sumarios tan graves. Sin comprender el reto intelectual que implica el oficio docente, que conduce a un desafío semejante en materia de su valoración, el peligro de buscar en el examen la Piedra Filosofal es grande.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México y Director Académico de Educación Futura.
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