Hay frases e ideas que te sacuden y se te quedan reverberando en la cabeza. Me pasó hace poco leyendo un libro de Bernardo Mabire: Políticas culturales y educativas del Estado mexicano de 1970 a 1997. Aquí la cita:
“…la paradoja central del país se resume en que la organización política que lo salvó de desintegrarse era la misma que inhibía su pleno florecimiento…”.
Difícil ponerlo mejor y más claro. He ahí nuestro dilema medular desde hace más de un siglo: la urdimbre política que nos permite ser país es, simultáneamente, lo que no nos deja florecer. Algo así como una soga que te salva de naufragar, pero no te permite nadar con la potencia de la que serías capaz o como un respirador que te mantiene con vida, pero te impide volar.
Nuestra organización política profunda, de la cual fue en parte beneficiario y en parte artífice el PRI histórico, nos sostiene como colectividad al tiempo que, en su particular forma de sostenernos, nos amputa. La cuestión hoy y desde hace ya tiempo es que esa forma de mantenernos juntos, misma que ha sido el soporte de la gobernabilidad del país más allá de cuál partido político nos gobierne, se ha ido volviendo cada vez más limitante y menos posibilitadora.
La crisis que vive México actualmente es producto de la exacerbación acumulada de las tensiones internas de esa fórmula política fundante. Las crisis no nos son especialmente novedosas, pues como bien sugiere la cita de Mabire, son parte constitutiva de nuestra existencia como colectividad. La que enfrentamos hoy, sin embargo, es distinta y probablemente más profunda que otras pues revela el resquebrajamiento de un modo de organizarnos, ejercer el poder y repartírnoslo –con todo y su imaginario moral– que ha operado como argamasa centralísima de esa colectividad que hemos sido y somos.
En el corazón de aquella argamasa se ubica la corrupción en sentido amplio. La corrupción entendida, esto es, en dos sentidos principales: primero, como el conjunto complejo de prácticas políticas que, como bien apuntaba Fernando Escalante en su libro Ciudadanos imaginarios, han permitido salvar la distancia entre el país formal y el real y, con ello, apuntalar la gobernabilidad en un contexto marcado por un Estado incapaz históricamente para hacer valer las normas legales de forma pareja, así como por una sociedad profundamente desigual; segundo, la corrupción entendida como el repertorio de conductas y códigos morales vinculados al uso, extralegal, de la autoridad para aplicar la ley y cualquier regla formal para extraer beneficios a favor de personas o grupos particulares.
Lo que hoy está en crisis, en suma, es un orden moral y político dentro del cual la corrupción ha fungido como ligamento práctico y concreto del colectivo denominado “México”. De ese colectivo, vale la pena insistir, dos de cuyos rasgos más perdurables y, fuertemente vinculados entre sí han sido y siguen siendo: la desigualdad social extrema y la debilidad estatal.
La erosión de ese ligamento es evidente. Menos claro, sin embargo, es a dónde nos va a llevar. Un escenario posible es que la revolución moral que pareciera estar gestándose entre algunos segmentos de la sociedad mexicana abra el camino para ir construyendo una organización política menos esquizofrénica, injusta y excluyente. No pueden descartarse, sin embargo, escenarios menos promisorios. Entre ellos, el tránsito hacia un orden político más dependiente de la coacción estatal –directa e indirecta– y aún más excluyente en términos sociales. Un arreglo así, no puede soslayarse como posibilidad, pues le ofrecería a una parte importante de nuestras élites una opción muy atractiva para reconciliar la perpetuación del privilegio con la recuperación de la gobernabilidad.
Twitter: @BlancaHerediaR