En México y en todas partes, el ejercicio de gobierno es una cosa enormemente complicada que suele incluir muchas actividades poco agradables a la vista y al estómago. Por sólo citar algunas: pactos non sanctos con opositores; intercambios de favores de dudosa legalidad o, de plano, ilegales con aliados; estrategias para dividir a enemigos que van desde la cooptación hasta el asesinato. Al respecto, resulta muy elocuente la frase atribuida a Bismarck que reza más o menos así: “si te gustan las salchichas y las leyes, es mejor no saber mucho de cómo se hacen”.
En efecto, si uno quiere orden y gobierno y no tiene estómago resistente, es mejor abstenerse de preguntar cómo –en concreto– se fabrican esos bienes públicos. Ocurre así en México e, insisto, en todas partes. El tema, sin embargo, es que en esto de los costos de producir gobierno hay grados de impresentabilidad. También hay niveles distintos de tensión entre la producción de gobierno y la capacidad para lograr que el tipo específico de gobernabilidad generada produzca beneficios colectivos amplios y sostenibles en el tiempo. Piénsese, por citar casos extremos, en el contraste entre el gobierno encabezado por Idi Amín y el gobierno de Adenauer.
Con respecto a este tema, México vive desde hace ya varios años, pero con particular virulencia hoy, una situación gravísima. Todos los días y por todas partes vemos la tensión –como liga a punto de romperse– entre gobernabilidad (orden mínimo y capacidad de mando del gobierno) y buen gobierno (capacidad para instrumentar políticas públicas que promuevan, entre otros, crecimiento económico más dinámico e incluyente, acceso a una justicia pareja, y menor desigualdad). Los ejemplos abundan: Guerrero, Tamaulipas, Oaxaca, por mencionar los más aparatosos.
La política educativa ofrece un caso especialmente visible y costoso de la tensión mencionada. No es nuevo ni singular a México el que la conducción de la política educativa involucre temas de gobernabilidad que nada tienen que ver con lo educativo, aunque terminen afectándolo. Entre otras razones, porque los maestros suelen ser muy numerosos y estar bien organizados en muchos países del mundo. Ello los ha hecho –muy particularmente, a sus cúpulas sindicales– un actor político clave para ganar elecciones y/o mantener la “paz social” y la gobernabilidad general, entre otros.
La tensión entre gobernabilidad y buen gobierno en materia de política educativa en México ha llegado ya, sin embargo, a extremos extraordinariamente preocupantes. La situación para el gobierno federal no es nada fácil, en particular, después de Ayotzinapa. Aun así, resulta difícil entender la lógica de muchas decisiones recientes, en especial la de ceder ante todas las demandas de la CNTE en lugares como Oaxaca y Guerrero, mismas que no sólo vulneran gravemente los derechos de muchísimos alumnos, padres de familia y maestros con ganas de enseñar, sino que, en los hechos, boicotean el principal objetivo de la reforma educativa del propio gobierno: recuperar la conducción de la política y el sistema educativo.
El espectáculo de un gobierno cediéndolo todo frente a un actor cuya línea estratégica es no conformarse nunca con ninguna concesión, por grande que ésta sea, pudiera tener como objetivo desprestigiar a los liderazgos de la CNTE. Ello a fin de justificar, más adelante, decisiones de mano dura. En el camino, sin embargo, se ha venido desprestigiando el gobierno mismo y se han mandado señales a otros opositores y grupos que van “por la libre” que no auguran nada bueno.
¿Ha dado ya por perdido el gobierno su objetivo de recuperar el control político de la educación? ¿Cuántas generaciones más de niños y jóvenes vamos a sacrificar para conseguir gobernabilidad con modos de producción tan impresentables? ¿Qué sigue? ¿Cuál es el plan?