Asumo que los integrantes de nuestra clase política tienen un diagnóstico bien informado sobre los gravísimos desafíos que enfrenta el país. Las plataformas electorales de los partidos y los contenidos de su propaganda revelan ejercicios de análisis y de reflexión cuidadosos, elaborados por profesionales calificados. No se les puede acusar de ignorancia supina ni de falta de conciencia sobre los problemas públicos del país. Cuentan con recursos sobrados para allegarse de estudios, encuestas y asesorías que producirían la envidia de buena parte de los centros de investigación mexicanos. No hay en ellos falta de datos, ni de talento profesional, ni de medios para llegar a conclusiones valiosas. ¿Por qué entonces actúan como si carecieran de esa información?
Dada su posición central en el nuevo régimen, los partidos mexicanos tendrían que estar a la cabeza de las discusiones mejor informadas y del más alto nivel intelectual del país. No tendrían que buscar respuestas en las universidades y entre las organizaciones sociales dedicadas a estudiar los problemas públicos, sino interactuar con ellas al tú por tú, pues cuentan con todos los recursos para subir a la plataforma de los debates con credenciales sofisticadas. Y aunque cada uno estaría llamado a defender su posición ideológica y aun a proponer interpretaciones razonables en función de su propio mirador —de izquierda a derecha del espectro político, con todas sus variantes posibles— su labor tendría que estar dotada de una indiscutible capacidad pedagógica para persuadirnos de la calidad de su oferta política.
Ningún partido ignora, por ejemplo, que el país atraviesa por una crisis de seguridad pública que no sólo se ha prolongado ya durante una década, sino que ahora mismo desafía hasta la posibilidad de organizar elecciones en los territorios más violentos de México. Esa amenaza no sólo está afectando las relaciones sociales de modo trágico y con consecuencias de muy largo plazo, sino que ahora se ha vuelto contra ellos mismos. Tampoco desconocen los efectos devastadores que está causando la corrupción de los asuntos públicos, ni el desencanto creciente de la sociedad con la falta de calidad de la democracia, ni el desprestigio que esas conductas generan hacia la clase política que los propios partidos encarnan. No desconocen los datos sobre la distribución del ingreso y la desigualdad que están en la base de buena parte de nuestras rupturas, ni están ajenos a las secuelas de la exclusión social en la que sobrevive la mayoría de sus electores. ¿Dónde están sus estudios de fondo sobre estos fenómenos? ¿Con qué evidencias empíricas y con qué modelos de interpretación pretenden sacar al país de todos estos problemas gravísimos? ¿Cuáles son sus pruebas, sus preguntas, sus resultados?
No estoy sugiriendo que los partidos se vuelvan centros de investigación aplicada. Comprendo que su naturaleza es buscar el poder y elegir estrategias para derrotar a sus adversarios. Pero no cualquier estrategia, ni a cualquier costo, pues aun desde el más cínico pragmatismo oportunista tendría que ser obvio que las campañas de 2015 no pueden hacerse cerrando los ojos a las múltiples trayectorias de crisis —de seguridad, de corrupción, de confianza social, de igualdad— que están por entrecruzarse y que pueden colisionar el 7 de junio, con los partidos políticos como los principales protagonistas del estallido.
Lo que pido es que se pongan a hacer la tarea. Que utilicen una parte de los multimillonarios recursos que tienen a mano para estudiar con urgencia y con método las consecuencias que tendrán las decisiones que están tomando: que las documenten, las prueben y se dignifiquen a sí mismos; que se hagan responsables de los efectos que causan sus actos y abandonen, con sentido de sobrevivencia, las prácticas depredadoras que nos han traído hasta aquí.
Investigador del CIDE