Sabemos que el año 2015 despertará cargado de amenazas. Los daños producidos por la falta de sensibilidad, eficiencia y probidad de la mayoría de las personas que hoy integran la clase política de México se han acumulado hasta alcanzar niveles tan intolerables como peligrosos, no sólo por la incompetencia y la impotencia del Estado sino por la reproducción masiva de la idea misma del fracaso. Y esto es algo que también debe conjurarse.
Una crisis puede definirse como un episodio temporal y excepcional, que eventualmente dará paso a una situación distinta. Pero si sus rasgos se vuelven cosa rutinaria pueden convertirse en sistema: en la metástasis del cáncer que mata al individuo. Lo dice bien Cass R. Sunstein: “si unos cuantos comienzan a moverse en cierta dirección —hacia la violencia, la discriminación o las conductas autodestructivas— las consecuencias finales pueden llegar a ser horribles, incluso trágicas, para un gran número de personas. La rebeldía, el odio y el suicidio son contagiosos: una pequeña chispa puede encender un gran incendio” (Simpler, 2013: 142). No obstante, también puede suceder que algunos hagan lo correcto y tengan éxito; que su desempeño razonable contagie a los demás y contrarresten el efecto masivo de la inseguridad, la prepotencia, la corrupción, la impunidad.
Quizás sea una buena idea generar esos ejemplos favorables y usarlos como antídoto al veneno que anuncia el 2015. Construir islas de excelencia en medio del océano de dificultades que veremos y cuidarlas con todos los medios que tengamos a la mano. Por ejemplo: candidaturas limpias, con biografías públicas, sin más recursos que los entregados por el INE, gastados a través de una chequera única y con propuestas simples y directas que, por esa combinación virtuosa, merezcan atención masiva y todo el apoyo de los ciudadanos.
También necesitamos islas de seguridad total. Barrios, pueblos donde puedan levantarse las banderas blancas de la paz. Espacios físicos que conciten la colaboración y la imaginación creativa entre sociedades y autoridades coordinadas de verdad, para otorgar plenas garantías de que, al menos en esos lugares, sea posible vivir sin delincuencia y sin impunidad. Y tal vez sea
posible avanzar también hacia el sueño original de la república de iguales, en lugares puntuales del país, localizados y ejemplares (como una vez sucedió en Oxolotán, Tabasco). Quizás teniendo
varias de esas islas, podamos aprender de ellas y reproducirlas con el tiempo, en vez de destruirlas.
Por supuesto, hay que construir islas de honestidad y rendición de cuentas. Es viable y hasta fácil hacerlo en nuestros días, gracias a los medios electrónicos que tenemos a la mano. Y no tengo
ninguna duda de que los gobiernos que estuvieran dispuestos a afrontar el desafío ganarían de inmediato el respaldo de la sociedad. Islas de honestidad que no dejen lugar a dudas, que no
inventen a modo sus historias, ni simulen lo que no están dispuestas a ofrecer. Bastaría un solo campeón de la transparencia y de la rendición de cuentas en un gobierno local o estatal, para que su reconocimiento público fluyera como agua por el resto del país.
Comprendo que, ante el horizonte ominoso que tenemos, todo esto suena ingenuo. Pero ingenuo no es sinónimo de imposible. Buscar la construcción deliberada de esas islas permitiría situarlas
y seguirlas, encender los reflectores sobre su desempeño cotidiano y generar aprendizajes que nos hacen falta: que cada quien cumpla el papel que le corresponde en el escenario público, que los buenos gobiernos merezcan nuestro aplauso, que la sociedad civil no quiera suplir a los políticos ni los gobernantes disfrazarse de sociedad civil. Hacer que las instituciones públicas funcionen como deben, aunque sea en pequeñas islas de excelencia. Si así fuera, alguna luz podríamos ver en el trayecto oscuro hacia el año venidero.
Investigador del CIDE