Nuestros tiempos no son transparentes. Qué va: hay una espesa polvareda en el ambiente. No vemos claro para dónde vamos, y tampoco se avista una cala donde anclar para reparar el barco. Multitud de imágenes atraviesan, apresuradas, la retina, sin hallar acomodo en los estantes donde hace poco se entendía lo que pasaba.
Educar va más allá de la escuela. Y mucho. Hace más de dos meses que los hechos, imágenes, comentarios, rumores e inventos conforman una mirada extraviada sobre la vida civil, el espacio de lo público, la escena de lo común que compartimos: la vida diaria. No hay lección escolar que pueda superar lo que se aprende y erosiona en relación a las normas sociales al ser testigos de su fracaso.
Urgen hilos para no perdernos. Exploremos uno: el acceso a la justicia. Si ante el poder del narco se dice que hay dos caminos, plata o plomo, en el de conseguir justicia prevalece otra bifurcación: recursos o pavimento.
Obtener justicia es hoy, y ha sido, un portón sellado o laberinto sin salida. Lo que debería ser vereda abierta y ancha para la obtención de la famosa “justicia pronta y expedita”, en que basta ser ciudadano, se troca en puerta enmohecida que tiene dos modos polares para girar y abrir: dinero y conocidos, por un lado, o la vía pública como ventanilla única en ausencia de lo previo.
Las mediaciones institucionales que permiten —en la letra de los códigos— hacer que lo que se demanda sea atendido, suelen estar atascadas. No dejan pasar el fluido social de la petición cual debe. Hace años se tramita un servicio ausente. Van y vienen. Han ido y se formaron en la fila legal. No se resuelve. Pero si se bloquea la carretera o la calle en demanda de lo que se requiere —basta un mecate y tres piedras— las autoridades desatentas se preocupan y con tal de resolver, ojo: no el asunto, sino la presión que se deriva del plantón, intervienen. Tal tipo de acción directa funciona y se consolida como el modelo a seguir, ya sin agotar, a veces, otras instancias. Se sabe atajo.
En la otra vertiente, la arteria obturada de la solución se desatora por medio de billetes, la llamada al conocido de renombre o se pinta de blanco la casa. Miles de veces, quien tiene con qué obtiene “justicia” aunque no le corresponda. Otras tantas, si no hay con qué, el peregrinar legal es infinito e inútil. La vía pronta y expedita al oído de la autoridad es la presión: tapa, bloquea, cierra. El recurso es eficaz y, lo sabemos, puede (y suele) convertirse en procedimiento de grupos de interés que
mentando demandas sociales buscan provecho particular, torcido.
Dinero o conocidos. Acción por agotamiento de otro recurso, o rapacidad hipócrita de movimientos impresentables. Hay una raíz de la que brota su recurrencia: la esterilidad, o ausencia, de procederes legales imparciales que funcionen. No me refiero al vandalismo y la violencia, ya sea convicción política errada o forma de desacreditar, pagada, demandas atendibles en el marco de la libertad de expresión de una marcha pacífica y necesaria.
Así como un negocio abre cada día porque tiene clientes, el recurso a la presión por afectar a terceros se justifica en la nobleza, o supuesta legitimidad, del propósito y su éxito. La causa de la causa es causa de lo causado. Si el sistema de procuración de justicia no funciona, la fuerza económica o física, las relaciones o la capacidad de cerrar accesos como último recurso (o simple artimaña) lo suplanta. Mal arreglo.
Sólo se destruye lo que se sustituye: la prevalencia de “aceitar” los trámites, o afectar a otros, cesaría al asegurar equidad frente a la justicia para todos. Ese es, en parte, nuestro necesario (y debido) proceso para ser viables como país, e imprescindible para que el libro de civismo en las aulas no sea ciencia ficción. Urge atenderlo. ¡Ya!