El 20 de noviembre pasado vi ríos de jóvenes mexicanos marchando en dirección al Zócalo. Venían de Tlatelolco, del Ángel y, a ratos, parecían brotar de debajo de los adoquines. Había de todo en aquella marcha multitudinaria: niños, personas mayores, señoras en sillas de ruedas, mamás con carriolas, adultos variados y familias. El grueso de los marchistas, sin embargo, eran chicos y chicas mexicanos, jóvenes muy jóvenes, estudiantes y más estudiantes.
Mientras miraba aquellos ríos interminables de mexicanos jóvenes, la inmensa mayoría provenientes de estratos sociales medios y bajos, se me entremezclaban en el cuerpo la alegría y la tristeza. Alegría por verlos reclamando para sí la voz y el espacio público; alegría por verlos activos e indignados frente a este país nuestro tan injusto y tan capaz, por ello mismo, de indignarnos a tantos. Tristeza también, pues, al mismo tiempo, no podía dejar de preguntarme: Y después del Zócalo, ¿a dónde van; qué opciones tienen?
No hay empleo digno ni productivo suficiente al final de la escuela. Las primarias y secundarias de las que vienen no les dieron ni lo más básico: ser dueños de su lengua materna, poder pensar y resolver problemas con el lenguaje de los números, expresar sus ideas de forma entendible, infundirles respeto y aprecio elemental por los derechos de los otros. Las aulas en las que están o las que aspiran a ingresar no son, con poquísimas excepciones, espacios que los equipen para ser libres, para ser ciudadanos, para montar una empresa, para innovar, descubrir o para conseguir alguno de los pocos empleos buenos disponibles.
Un sistema educativo que no educa, una economía que no crece ni genera empleo suficiente, un sistema de justicia que no garantiza el ejercicio de sus derechos, un sistema político que ni los incluye ni los representa, un discurso público que no los interpela y una sociedad en la que los buenos asientos son pocos y –sorry!– ya están tomados. De eso está hecho el país en el que les tocó nacer a millones de jóvenes mexicanos. Un país que no suma, un país que se repite interminablemente y que no ofrece salidas ni horizontes para los que no nacieron privilegiados. ¿Después del Zócalo? Para la mayoría de los marchistas jóvenes, casi ningún camino abierto, puras puertas cerradas.
Para enormes franjas poblacionales de México, ser bueno en algo y/o trabajar duro, literalmente no paga. De nada sirve esforzarte si todo es remar contra corriente y las buenas oportunidades son patrimonio heredado y exclusivo de unos cuantos. No extraña que estén muy enojados; lo sorprendente es que, la abrumadora mayoría de ellos, expresen su indignación y su enojo sin violencia, marchando en filas, haciendo carteles ocurrentes, y cantando consignas, ordenada y pacíficamente.
En el otro extremo de todos esos jóvenes sin destino promisorio alguno, hay un grupo pequeño de niños y jóvenes mexicanos que no tienen que mover ni un dedo para tenerlo todo, siempre. Por razones muy distintas, para los hijos y nietos del privilegio enraizado, esforzarse, descubrir sus talentos y desarrollarlos tampoco tiene demasiado sentido. No importa mucho ni merece la pena, porque ya lo tienen todo hecho y resuelto. Talento, riqueza en potencia y creatividad desperdiciándose a raudales; abajo sin duda, pero también arriba.
Un país que, como México, no le ofrece plataformas de despegue a la mayoría de sus niños y sus jóvenes, que no les garantiza el ejercicio de sus derechos fundamentales y que no premia ni el talento ni el esfuerzo, está condenado a la mediocridad, a la desigualdad más injusta y a la violencia, abierta por momentos y soterrada casi todo el tiempo.
Twitter: @BlancaHerediaR