¿En qué parte del camino dejamos de vernos?
¿Cuándo pasó que dejamos de conmovernos unos con respecto a los otros?
¿Por qué y cuándo se puso de moda entre nosotros abrazarnos a medias, cuando una de las cosas más lindas y poderosas que compartimos es la posibilidad de abrazarnos enteros?
¿Ocurrió siempre que para ser teníamos que aplastar a los otros?
¿En qué momento los efectos de vivir con una frontera tan borrosa entre lo que está bien y lo que está mal se nos fueron de control?
¿Qué parte de lo que tenemos es inmerecida y qué tendríamos que hacer para merecerla o descartarla?
¿Será posible ser mexicanos sin que nuestras roturas profundas nos lleven a matarnos, una y otra vez, como si, de verdad, la vida no valiera nada?
¿En dónde y en qué punto del tiempo nos perdimos como un nosotros digno de ser vivido?
¿Dónde quedó el país grande, posible, ese que conecta dos océanos inmensos, ese que resolvía los hiatos y tropiezos del tiempo en círculos infinitamente ascendentes?
¿A dónde fue a parar el dolor inconmensurable de muchos de aquellos peninsulares que miraban horrorizados cómo las bacterias acababan con los naturales de estas tierras?
¿Qué fue de la ambición, humilde y grandiosa, de Sor Juana Inés de la Cruz?
¿Cuándo dejamos de pensar a lo grande, de hacer a lo grande?
¿En qué momentos nos comimos entera la historia de que no valemos la pena?
¿Supimos alguna vez que podemos –si le trabajamos– ser tan buenos como los mejores?
¿Cuándo nos empezó a parecer –a todos y no sólo a las élites a las que México les ha parecido siempre poco– que el país era un asco completo?
¿De verdad nos merecemos a las élites que tenemos?
¿Qué tanto se podrán mirar al espejo nuestras élites?
¿Por qué permitimos tanta impunidad y qué perderíamos si dejáramos de permitirla?
¿En México podemos siquiera imaginar unas élites políticas y económicas distintas?
¿A quiénes les sirve, hoy por hoy, que exista un país llamado México?
¿Sabemos adónde vamos y qué cosa queremos colectivamente más allá de las frases hechas?
¿Sabemos qué valoramos en común (y lo podemos decir en voz alta)?
¿Será posible convivir entre nosotros sin tantísimas mentiras y faltas de respeto cotidianas?
¿Seremos capaces alguna vez de soltar el victimismo, los complejos, las excusas y los atajos que usamos todos los días para permitirnos cualquier cosa?
¿Qué perderíamos (cada uno de nosotros) con el tránsito hacia un país menos escandalosamente desigual en todos los planos?
¿Resulta posible imaginar un México en el que tener, en los hechos, los mismos derechos, no ponga a tantos tan tensos?
¿Habrá manera de hacer alguna otra vez de nuestras heridas poesía, pintura, presas e instituciones grandes, en lugar de fosas interminables con cadáveres sin nombre?
¿Dónde termina la culpa estruendosa y empieza la responsabilidad (esa que sí cuesta)?
¿Cuál mezcla de arrojo, imaginación, prudencia e inteligencia requerimos para salir del atasco en el que estamos metidos?
¿Seremos capaces de construir un país más justo, grande y generoso, sin olvidar de dónde venimos?
¿Tendremos el valor y la fuerza para hacer de esta crisis ocasión para exigir y hacer todo lo necesario para parar tanta violencia y tanta impunidad, para –de verdad– relacionarnos unos con los otros como iguales (con los mismos derechos básicos y fundamentales), para darle nombre a aquello que nos une y para ponernos a construir una colectividad que sea un barco para todos y no sólo para unos cuantos?