México está experimentando una movilización social intensa. No se trata de la marcha convocada por los jóvenes de una ciudad o de una caravana liderada por un solo hombre. La participación social que se observa en las calles es la expresión de un gran malestar social detonado por la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, pero sus causas van más allá de esta tragedia.
No es sencillo caracterizar a este movimiento porque está integrado por personas, grupos e intereses muy distintos y también porque, dada su diversidad, no hay acuerdo sobre una forma única y legítima de manifestarse.
Esta expresión masiva reúne a mexicanos genuinamente agraviados por el abuso del Estado que durante los últimos ocho años ha barrido, sin distinguir, a víctimas y delincuentes; arbitrariedad ahora plasmada en los frescos abrumadores de Tlatlaya e Iguala.
Conviven en simultáneo grupos que cargan con agravios previos, como es el caso de los maestros disidentes de la CNTE y la CETEG. Emparentados con ellos se suman en los extremos los anarquistas que han encontrado un repertorio escandaloso y violento con aspiraciones de guerrilla urbana.
Las causas de tales expresiones no son confusas sino múltiples: están los que reclaman la construcción de un Estado de Derecho; otros quieren justicia a secas: piden la renuncia de autoridades, juicio político, culpables y encarcelamiento inmediato. Se añaden los que exigen la dimisión del Presidente de la República y de plano los que demandan un cambio radical de modelo económico. Cuando tantos son los deseos, resulta obviamente imposible otorgar a todos cumplimiento.
Del otro lado del escritorio la autoridad también se encuentra fragmentada. Y es que esta movilización no estaba prevista por el guión; hasta ahora el gobierno aparece como desconcertado y sin hoja de ruta.
La lectura que los medios de comunicación dieron a la declaración presidencial del pasado sábado delata la contradicción: Enrique Peña Nieto aseguró que agotaría toda instancia de diálogo y luego agregó que el uso de la fuerza sería su último recurso.
Hubo al día siguiente titulares en los diarios que privilegiaron la primera frase y otros que festejaron la segunda. Si la insurgencia continúa creciendo, el gobierno terminará tomando una de las dos rutas que son mutuamente excluyentes.
Hay evidencia suficiente para afirmar que los aparatos mexicanos de seguridad privilegian la represión ciega sobre la contención legal de la violencia. En esta circunstancia es alevoso exigirle al Presidente que use la fuerza del Estado cuando todos sabemos que las instituciones policiales poseen la brutalidad del gladiador y no la finura del cirujano; significaría políticamente un callejón sin salida para Peña Nieto.
El asunto resulta grave, por partida doble, ya que el reclamo del movimiento es precisamente contra el abuso arbitrario de la fuerza en manos de la autoridad.
Sólo queda por tanto margen para el diálogo; estamos ante una coyuntura cuya gravedad merecería promover el uso de la voz por encima de todos los demás instrumentos de la política.
Vale reconocer la dificultad que implicaría transitar de las marchas en las calles hacia una gran conversación pública, y sin embargo no se aprecia otra solución razonable.
Siglos atrás, cuando la crisis política era insoportable, los monarcas holandeses, españoles o franceses solían orquestar una conversación similar alrededor de los llamados Estados Generales: asambleas convocadas de manera excepcional para agregar y articular las quejas y demandas de la población de tal manera que el gobierno encontrara una solución eficaz frente al malestar generalizado.
A México le urge una conversación así de amplia y pública, por colonia, por municipio, por estado, por temática, por universidad, por sector. Para que esta insurgencia no termine en la amputación violenta del verdugo, se necesita que todas las partes, gobierno y sociedad, apuesten por su capacidad sincera y razonable para utilizar la voz.
ZOOM: Antes de orquestar una gran conversación nacional, Peña Nieto requeriría nombrar interlocutores que ofrezcan confianza para todas las partes. Después del diálogo sería obvio cumplir con los acuerdos obtenidos por la conversación: no debe olvidarse que la Revolución Francesa fue la consecuencia de un rey que decidió darle la espalda a las propuestas surgidas de los Estados Generales que él mismo convocó.