Venían sucediendo cada día, sin que se hubiera generado una conciencia colectiva tan profunda. ¿Qué hizo diferente este caso a los demás? ¿El hartazgo del hartazgo? ¿La connivencia inocultable de los poderes locales legitimados por las elecciones y, en consecuencia, nuestra percepción compartida de engaño, impunidad, prepotencia y cinismo reiterados? ¿Fue acaso la reacción esquiva del gobierno federal sumada a la imperdonable defensa del gobernador, por su partido? ¿Los deslindes irresponsables y mezquinos que se vinieron en cascada? ¿La sola idea de la narcopolítica, que reúne lo peor de nuestros miedos? ¿Cuál es el adjetivo correcto para nombrar todos estos hechos?
Parecía que nos estábamos haciendo inmunes a las noticias cotidianas sobre la violencia. Asesinatos, levantones, secuestros, balaceras, desaparecidos, fosas comunes, policías comprados, políticos corruptos se estaban volviendo parte de la
normalidad de nuestra vida “en sociedad”. A veces sabíamos los nombres de víctimas o victimarios, veíamos sus rostros en la prensa y la televisión y, al parecer, la fuerza de la repetición producía anestesia: cada caso era otro, como el de ayer y como el de la semana, el mes y el año anteriores. Todo comenzaba a ser lo mismo. Hasta que desaparecieron a los normalistas y todas las sinapsis —el contacto neuronal entre nuestras células— cobraron otra dimensión.
Quizás fue que, en este caso, ya no cabía el manido argumento según el cual los criminales estaban matando criminales: matándose unos contra otros por ganar o expandir el territorio o cobrar venganzas, como nos explicaba el gobierno de Felipe Calderón. Tal vez lo que cambió fue que, con los normalistas, ya no había manera de eludir la responsabilidad de los gobiernos implicados, ni tampoco de ocultar la crueldad y la locura con la que esos criminales ejercen la violencia. Además carecemos de los medios necesarios para distinguir exactamente a los buenos de los malos, porque ninguno rinde cuentas claras y todos se parecen. La sensación de desamparo es tan nítida como la rabia pero, esta vez, parece que ya no aceptamos la impotencia.
Cuando empezaron a buscar a los jóvenes perdidos entre la basura y con perros —a esos jóvenes latosos e inconformes, cuyo crimen consistió en querer dar la monserga a la abusiva pareja imperial de Iguala—, entendimos que ya no estaban vivos: nadie busca vivos entre bolsas de basura. También sabemos que no habrá pacto alguno capaz de restaurar la confianza y la legitimidad en cuatro días. De hecho, no puede haber un pacto donde una de las partes principales no está sentada al otro lado de la mesa, porque el acuerdo indispensable no es entre partidos y gobiernos, sino con la sociedad. Pero no con la organizada en torno de sus causas, sino la que está en la calle, dispersa y agraviada, sin liderazgos definidos, reproduciendo sus hartazgos en todos los espacios disponibles.
¿Qué sigue entonces, si ni siquiera tenemos una palabra exacta para nombrar la indignación y el desencanto que está poblando las calles del país? Y por si fuera poco, vienen ahora las elecciones de 2015 con toda su parafernalia partidista, añadiendo leña al fuego. No podemos ni debemos prescindir de ellos, porque los comicios son indispensables para conducir la desazón. Pero ya sabemos que, en estas condiciones, el proceso electoral siguiente no será una noticia alentadora sino una puerta adicional para el conflicto: cada uno se deslindará del otro y cada uno culpará al otro, mientras el gobierno federal intenta arraigar su predominio en la Cámara de Diputados.
Por primera vez en mucho tiempo, es a todas luces evidente e inocultable que las prioridades de esa clase política que nos gobierna no son las mismas que las de la sociedad. Sin embargo, algún lenguaje habrá de hallarse para entendernos y encontrarnos en algún punto del camino, porque esta vez nos va la vida.
Investigador del CIDE y coordinador de la Red por la Rendición de Cuentas (RRC)