Es en las entrañas. Un sitio al que los tzeltales llaman corazón y no refiere al órgano que lanza y recoge la sangre mientras estamos vivos, sino a la zona donde se aloja lo que sentimos. Ese lugar que se ensancha o reduce según andemos frente a la vida, el amor o la muerte, las tres heridas que dice Miguel Hernández, nos dan contorno al ser transeúntes fugaces de la contingencia de estar vivos.
Ahí, este escribidor encuentra bruma, opacidad, polvo y un ritornelo que no cesa: algo se anidó, se está gestando hace décadas, romperá las paredes que han albergado su génesis un día de estos y nos mirará de frente.
No me asiste mayor certeza que la que deriva de haber pasado, hace años, del medio motor de vida. No sé de fijo si su asidero es firme. Lo que sí ocurre es que me late que no viene bien lo que se acerca, a pesar de tanta energía social que se manifiesta.
La comparto con quienes ponen sus ojos en los 43 muchachos no como si fueran un grupo social lejano, ignorante, radical, impresentable, incómodo y sospechoso, sino como si uno de ellos, al menos uno, fuera hijo nuestro. Va por el sendero para muchos, impropio de quien ha de escribir con recortes analíticos precisos, pero considero que es esta diferencia —si son otros o son parte de nosotros— la que genera concebir lo que sucede como un asunto local, que se exagera, o lo que trasluce en el cascarón a contraluz de la tristeza: una serpiente enorme. No el animal. El signo cultural al que alude. La víbora no es tal por la magnitud de su actual o futuro daño, sino por lo que encarna y anuncia.
Me uno hoy a los que no tienen claras las nociones precisas para definir lo que nos está pasando, sí, en el gerundio de la primera persona del plural. A los que advierten el desbarrancadero que implica que criminales de uniforme y con placa entregan a criminales con máscara y charola a los muchachos. Hay algo muy hondo en este hecho.
No desprecio el trabajo de los colegas que debaten si es crimen de Estado o no… Tengo una opinión, pero no quiero hoy hablar con ellos, sino con los profesores y estudiantes, mis colegas, aterrados por este crimen; con los ciudadanos que han estado en las marchas parados en las aceras viendo pasar a millares y los apoyan. O los que de lejos, pero sabedores del asunto, son socios en el coraje.
Es mentira que lo que se llama Estado, sea lo que sea, tenga, para sí, el monopolio legítimo de la violencia; como ha mostrado Gil Villegas, lo correcto es señalar que esa institución cuenta con el monopolio de la violencia legítima. No es lo mismo aunque lo parezca: en el primer caso, lo que resulta legítimo es el monopolio de cualquier violencia: torturar, trocar vidas por prebendas, asaltar o ser aliado en la desaparición de la gente.
Es necesario ponernos de acuerdo y exigir que, en efecto, no rebase esa entidad lo que concedemos como ciudadanos en la República: un monopolio, una forma de actuar que tiene límites: el ejercicio de la coerción legítima, apegada a normas. Lo otro es patente de corso, lo segundo es acotamiento responsable de la fuerza legalmente establecida. En ella no cabe que los encargados del orden con toda ilegalidad entreguen, como fardos, a 43 personas. Lejos de las definiciones, los que andan a pie expresan, quizá mal en los términos, pero no en la sustancia, que sin la omisión o complicidad de un gobernador eso no es posible, que el alcalde es autoridad sinvergüenza y su señora parte del monopolio ilegal de las atrocidades uniformadas o embozadas.
Que esto viene de mucho tiempo y hay demasiados que cerraron los ojos y abrieron cuentas bancarias mientras otros abrían fosas. Y que están y estarán libres. Me sabe la boca a ceniza. Hay harta agua en los ojos que no apaga la pira donde los quemaron. Un abrazo México, donde quiera que estés.