Como ocurrió en el caso de Michoacán hace unos meses, en Guerrero fue nombrado como gobernador interino un alto funcionario de la universidad pública local. Como se sabe, en el primer caso el entonces rector de la universidad michoacana fue nombrado por el Congreso local para sustituir a un gobernador que solicitó licencia por motivos de salud física y política. En el caso guerrerense, su gobernador también solicitó separarse de su cargo por razones estrictamente políticas, y fue nombrado el secretario general de la Universidad Autónoma de Guerrero como nuevo gobernador estatal.
Ambos casos poseen un incuestionable aire de familia: se ubican en contextos de crisis de ingobernabilidad local, de cuestionamientos a la clase política tradicional, críticas a los estilos de conducción política de la entidad, y escándalos de asesinatos, masacres, corrupción y abuso de las autoridades locales.
También en ambos casos, se recurre a las dirigencias de las universidades públicas locales como figuras relativamente neutras, social y políticamente respetables, y potencialmente capaces para enfrentar las crisis de legitimidad y eficacia de la acción gubernamental. La formulilla política de la temporada para enfrentar las crisis de ingobernabilidad parece concentrarse en la figura de de las autoridades de las universidades públicas estatales.
Más allá de la veracidad o consistencia de los supuestos de las decisiones tomadas por los congresos estatales, o de la consistencia de la fórmula, lo que resulta relevante es cómo las universidades públicas actúan como reservorios de la acción política local. Más aún: es curioso ver cómo, en contextos de crisis políticas como las que viven las dos entidades mencionadas, las autoridades universitarias son vistas como recursos de negociación política entre los partidos, más allá de las virtudes personales o los méritos académicos o administrativos de los funcionarios universitarios.
En realidad, voltear los ojos a las universidades públicas locales es parte de las rutinas que configuran desde hace tiempo las relaciones entre la política y la universidad, en la escala nacional pero sobre todo en las escalas estatales y municipales.
La relevancia de las autoridades universitarias radica en que los rectores, la joya de la corona de la política en las instituciones universitarias, son figuras de poder. Es un poder simbólico, a veces fincado en la autoridad académica de quienes representan esa función, pero que frecuentemente tiene que ver con una trayectoria política o burocrático-administrativa largamente labrada en el seno de la propia universidad o en sus alrededores. En otras palabras, la historia de los rectores es esencialmente una historia política con matices académicos o administrativos. Y ese carácter político de las rectorías universitarias es la que explica los conflictos, las negociaciones y los intercambios que ocurren en la historia política misma de las universidades públicas mexicanas.
Por ello, los rectores y rectoras universitarias son expresiones de poder, figuras que personalizan el poder, o, como me hiciera ver un respetado colega chileno recientemente, “portan poder”, encarnan el poder mismo de grupos e instituciones.
La imagen típica de un rector universitario mexicano es la de alguien rodeado siempre de achichincles y guardaespaldas, rodeado por un séquito de secretarias y secretarios privados, de funcionarios universitarios del primer círculo de su administración, que frecuentemente se desplazan en camionetas de lujo y que despachan en oficinas elegantes y sofisticadas. Los rectores suelen tener comunicación política permanente con presidentes, gobernadores y alcaldes municipales de sus estados, con diputados y senadores, con secretarios federales de educación y de hacienda.
Como algunos rectores egipcios o centroamericanos, los rectores mexicanos forman parte de redes organizadas de poder, que poseen vínculos dentro y fuera de la universidad, y que antes o después de ocupar el cargo, han desarrollado o desarrollarán trayectorias políticas como diputados, como funcionarios públicos federales o locales, o como gobernadores o presidentes municipales. No hay misterio: la naturaleza de la bestia inquieta e insaciable de la política también llega a despachar en las oficinas de las rectorías universitarias mexicanas.
Por ello, la invitación para que en tiempos de crisis, los rectores o secretarios de las universidades sean llamados por la clase política para tratar de conducir a sus entidades hacia escenarios de una gobernabilidad aceptable, no es una decisión descabellada o insólita, fruto amargo de las ocurrencias, la desesperación o el insomnio de los decisores.
En realidad, forma parte de prácticas bien asentadas en la historia de las relaciones entre la política y los dirigentes de las universidades públicas, que se remonta a la creación misma de las universidades públicas en los entornos locales. Es tal vez la autonomía política de la universidad —relativa, conflictiva, ambigüa— la que explica en el fondo esa historia de confianzas y pleitos, de acuerdos y distancias entre el poder público y el poder universitario. Pero es sin duda el déficit largamente acumulado de representación y confianza entre la clase política tradicional de las entidades estatales, la fuente explicativa del posicionamiento de los funcionarios universitarios como relevos de los políticos tradicionales ligados a los partidos.
Pero trasladar la legitimidad del puesto de una rectoría universitaria a la legitimidad del puesto de un gobierno estatal es siempre una apuesta arriesgada. La configuración de contextos sociales y políticos en los cuales los demonios de la ingobernabilidad parecen dominar los ánimos y las prácticas políticas representa un desafío aún mayor para los gobernadores interinos. En medio del espectáculo de incendios, marchas y protestas que observamos desde hace tiempo en Guerrero —como poco antes lo fue en Michoacán—, cultivados en un clima de incertidumbre y malestar con la política y la inseguridad pública, los nuevos gobernadores tiene poco tiempo para desactivar las bombas de relojería que se han distribuido en distintos territorios de la geografía política y social de sus entidades. En estas circunstancias, tiempo político y el peso de la sobrecarga a los gobiernos estatales pueden jugar el efecto de una bola de demolición sobre la legitimidad y eficacia de los gobernadores que hasta no hace mucho despachaban en oficinas universitarias.
(*) Investigador del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas de la Universidad de Guadalajara.