Las noticias sobre el estado de la educación en México que nos arroja la prueba PISA, han sido, en su inmensa mayoría, muy malas. Llama especialmente por ello atención un trabajo de investigación reciente cuyos resultados revelan que algunos alumnos mexicanos destacan favorablemente. Se trata de los denominados “alumnos resilientes” mismos que, de acuerdo con PISA, son aquellos cuyos puntajes se ubican en el 25% superior de todos los países y regiones participantes, a pesar de provenir del 25% menos aventajado socio-económicamente de sus respectivos países.
De los ocho países latinoamericanos que participaron en PISA 2012 (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, México, Perú y Uruguay), México fue el que registró el mayor porcentaje de alumnos resilientes en matemáticas: 3.8% frente al promedio latinoamericano de 1.9%. Esa cifra indica que, entre los sectores más desfavorecidos del país, existe un grupo de alumnos significativo y más grande al de nuestros vecinos al sur cuyos niveles de logro son altos no sólo en términos nacionales, sino internacionales.
En el otro lado de la escala social, sin embargo, los resultados son muy distintos. Así, por ejemplo, mientras que el 25% de los alumnos mexicanos de menores ingresos se ubicó 26 puntos arriba del promedio para ese cuartil en la región, el 25% de los de mayores ingresos en México obtuvo puntajes sólo ligeramente por encima del promedio obtenido por sus pares acomodados en América Latina. Ese promedio regional, conviene apuntar, está muy, pero muy por debajo del promedio en matemáticas del 25% superior de ingreso en el conjunto de los países participantes en PISA 2012 (73 puntos de diferencia o casi dos años de escolaridad). Está claro: En materia educativa como en casi todo lo demás, en México y en promedio, los de abajo se esfuerzan y los de arriba viven de sus rentas.
No podemos seguir así. El costo de tanta desigualdad tan injusta nos está reventando por todos lados. Un primer problema, sin embargo, es que ni siquiera lo vemos. Para la élite mexicana, la crisis de derechos humanos y la violencia extrema que estamos viviendo pareciera cosa y responsabilidad de “otros”. Los culpables del desastre son los políticos, los criminales, los subversivos y, en esta crisis de ahora, la izquierda partidaria. Nuestras élites económicas y sociales siguen viviendo en su mundo aparte, mirando la pesadilla -si acaso- de reojo.
Si la tragedia ocurrida a los 43 alumnos normalistas fuese de estudiantes de una universidad de las caras, hubiera ardido Troya. Pero no, a 33 días de ocurridos los horripilantes hechos de Iguala estamos tristes y pasmados, pero el país sigue, mal que bien y a pesar de sus cojeras, caminando. (Piénsese si no, en lo rápido se atendieron recientemente los problemas de seguridad en Valle de Bravo).
La madeja se está desgarrando por sus hilos más delgados, pero es una misma madeja. Las componendas inconfesables, la negociación de la ley y la impunidad a prueba de balas son el sostén de todo el edifico de nuestra muy precaria convivencia. La cosa es que para unos –los más- ese orden tan injusto puede llevar a una muerte violenta más. Para otros –los menos- ese mismo orden entraña beneficios y privilegios a raudales.
Para las élites mexicanas –grandes y chicas, pues no olvidemos que la nuestra es una gran pirámide compuesta de muchas pirámides de distintos tamaños- mirar adentro y ver qué tanto de lo ocurrido en Iguala y en tantas otras partes del país nos concierne y nos atañe resulta difícil. En parte porque es incómodo, en parte por miedo. Ocurre así, sobre todo, porque desentenderse no parece costar nada. ¿Hasta cuándo?