La peor manera de explicar un problema social, es postular que una sola causa permite comprender de manera cabal lo que ocurre y, por ende, si se modifica la manera en que tal factor se ha comportado en el pasado, surge un gran instrumento, ¿varita mágica?, irremediablemente precursora de esa palabra tan peligrosa y cimiento de cualquier dogma: Todo.
En mi trabajo como profesor sugiero a los estudiantes, con los que colaboro, que cuando un autor, un colega, o quien esto escribe les proponga que un sólo rasgo explica de una buena vez y para siempre un fenómeno social, huyan cuanto antes. Al postular tal simplificación, o el asunto social que se atiende es trivial, o quien determina tal saber absoluto no se ha enterado de lo complejo de cualquier proceso humano, pues intervienen muchos factores: intereses, saberes, anhelos, expectativas y valores. Ocurre por el impacto de múltiples acciones y circunstancias. La tarea del saber riguroso implica reconocerlo, y con base en perspectivas de análisis que privilegien las relaciones y no supuestas esencias inmutables, saber seleccionar las más relevantes, observar cómo se asocian o disocian, y conseguir una aproximación a la respuesta de preguntas legítimas. De esta manera de contener la tentación de “ser como dioses” no resultan frases que inician con cuantificadores como Todo o Nada. Son prudentes, saben sus límites, y se pueden poner en duda de nuevo, refutar o enriquecer, por parte de otros colegas. De eso se trata el oficio.
Así como es frecuente, aunque estéril, culminar las discusiones con el consenso lapidario que Todo es cultural, o Todo es cuestión de educación, hay un postulado dominante que sostiene: si queremos ser un país desarrollado, hay un factor que lo produce sin duda: la ciencia.
Las autoridades encargadas de coordinar las actividades científicas incurren, con frecuencia, en lo más lejano al intento de conocer las relaciones que subyacen, tanto para entender mejor el movimiento de los cuerpos, o el desarrollo nacional. Declaran que cuando lleguemos al 1% del PIB destinado a la investigación, prometido para este sexenio y va por buen camino alcanzarlo, o se pase de 23 mil personas en el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) a 30 mil (otra meta a lograr para el 2018), contará el país con los elementos para ser una nación desarrollada. Quizá no de inmediato: tardará algunos años, pero seguro que con eso basta. Hay un supuesto: la ciencia produce desarrollo productivo, y se ponen de ejemplo a Finlandia o a Corea. Por cada punto del PIB que se destina a ciencia e innovación, crece la riqueza de las naciones. Y como antes Dios, quien lo confirma es la OCDE.
La actividad científica, per se, sin relación con un proyecto productivo que tenga sed de conocimiento avanzado, produce artículos o libros destinados a un mercado de autoconsumo de prestigios, reproductor de comisiones evaluadoras nacionales y al interior de las instituciones, que cuentan, suman y restan, lo realizado para ellas, y determina montos adicionales de ingresos necesarios por la falla crucial de salario adecuado en el trabajo académico. ¿Entonces no hay que apoyar la ciencia? Claro que sí, pero sin reducir el discurso a que con más dinero y personas en el SNI se logrará el desarrollo. Hace falta que el país modifique su sistema productivo (como se hizo en Finlandia o Corea hace años) de tal manera que requiera como principal elemento, o al menos indispensable, el saber de punta y la innovación. Entonces sí, la relación con la actividad científica se torna crucial. En ausencia de tal vínculo, decir que el progreso depende de ella tiende a ser, sin más, un decir. O, en el peor de los casos, un dogma que bendice, “científicamente”, la simplificación gubernamental, y lo convierte en material de spots celebratorios.
@ManuelGilAnton
magil@colmex.mx
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México
Publicado en El Universal