Con la misma piedra tropezamos. Seis de cada diez aspirantes a ser maestros, luego de haber terminado sus estudios en una Escuela Normal, no resultaron idóneos para ocupar un puesto inicial en el servicio profesional docente. De inmediato, los medios – casi sin excepción – exclamaron: ¡Qué barbaridad! ¡Los que atenderán a nuestros hijos son ignorantes e indignos del apostolado que deben realizar! ¿Los que se preparan para ser profesores, cuando egresan, no son aptos para desempeñar esa función? ¡Qué horror! El escándalo habitual sustituyó al análisis de lo que esos datos significan, o a qué problemas apuntan. Pasar del estruendo a la mesura es necesario.
Los concursos de oposición para el ingreso al Servicio Profesional Docente estuvieron conformados por dos exámenes de opción múltiple: uno sobre “conocimientos y habilidades para la práctica docente” (Intervención didáctica y aspectos curriculares) y, el otro, para medir “habilidades intelectuales y responsabilidades ético profesionales” (Compromiso ético, mejora profesional y gestión escolar, y vinculación con la comunidad). Ambos instrumentos tuvieron como horizonte el Perfil Docente que estableció la SEP, y el INEE validó la consistencia de parámetros e indicadores que correspondían a ese modelo.
Es necesario hacer preguntas antes de apresurarnos a declarar fracasos y desastres. Hay tres elementos que se relacionan: la formación en las Normales, los exámenes y la práctica cotidiana en las escuelas. Los instrumentos de evaluación, que juegan como “bisagra” entre la formación y el desempeño laboral, se construyeron a partir de una definición de lo que ha de saber, y saber hacer, un profesional de la enseñanza. Hay un par de dudas sobre estas herramientas: ¿puede la modalidad de opción múltiple medir, con validez y confiabilidad, habilidades para el oficio que requiere, además de saber de algo, suscitar aprendizajes? ¿Vale para determinar el compromiso ético de una persona? Si están bien hechos, aportan idea de lo que se domina de cierto campo, pero ¿son adecuados para dar cuenta del compromiso ético o la capacidad de vinculación con la comunidad? Cuesta creerlo: la duda tiene raíz.
La segunda cuestión tiene que ver con la vinculación entre ese Perfil Docente, la enseñanza en las Normales y la práctica en las escuelas. ¿Se evaluó la idoneidad de una maestra para generar la asimilación de saberes y capacidades en su salón, esto es, para ser un agente que propicia el prodigio de aprender? De ser así, se requiere revisar si eso es lo que procuran los planes y programas de estudio de las Normales y, a su vez, si es esto lo que se reconoce en el trabajo cotidiano. Lo más seguro es que no.
Nuestro sistema escolar premia la memorización sobre todas las cosas, y aplaude (y da dinero) a los profesores que son muy duchos en que sus estudiantes se aprendan hartos datos y los repitan: en la chamba diaria, como en el dominó, repetir, repetir y repetir es lo que rinde y paga.
Si las Normales enseñan ese desafortunado estilo, la cantidad de egresados que se decretaron no idóneos no son todos, ni la mayoría, pésimos estudiantes. Lo que explica buena parte del resultado es, quizá, la falta de coherencia entre el examen que verifica si el maestro es finlandés, cuando estudió para producir “competencias” anodinas, vitales para sobrevivir en el territorio ENLACE.
En lugar de hacer ruido es necesario revisar y mejorar la forma y validez de las pruebas (INEE), la formación en las normales y el sentido de los incentivos en el trabajo en las aulas (SEP). De nuez, la bolita quedó en la cáscara del escarnio a los aspirantes al empleo. Es lo más sencillo, pero es falso y daña al entendimiento de un asunto complejo y vital. La SEP y el INEE tienen que pasar, también, su examen. ¿Cuándo? No tarden.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México
Publicado en El Universal