Como complemento al enfoque de la política basada en la evidencia (EPBE), en esta ocasión quisiera hablar de otra posible perspectiva: aquélla que pone en operación las “inteligencias múltiples” (Gardner) para desarrollar cursos de acción públicos orientados a tratar de resolver los problemas educativos del país.
Pude intuir este enfoque gracias al ejemplo de Pablo Latapí Sarre (1927-2009), quien fue un maestro e intelectual público de primer orden. Al leer su último libro, Finale prestissimo —en colaboración con Susana Quintanilla (DIE-Cinvestav)—, uno puede advertir que la labor del académico puede trascender no sólo por la evidencia que ofrecen sus estudios, su discurso político y argumentos, su empeño en la construcción de instituciones o sus puestos, premios y reconocimientos; sino por una forma de pensar que pone en operación distintas inteligencias dentro de un claro referente ético.
A pesar de haber nacido y crecido en una familia acomodada y religiosa, la trasposición en la mirada de Latapí es notable. Sabe analizar con profundidad los problemas sociales y articular su crítica con imparcialidad. Cuestionó, por ejemplo, a la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) porque la consideraba un “marco justificativo” de muchos empresarios católicos que la usaban para justificar sus acciones, beneficios y privilegios.
Creía que las élites eran necesarias para la democracia, pero como funcionaban en México, lo único que hacían era perpetuar la desigualdad. Por ello, argumentó que la Compañía de Jesús, a la que perteneció por un tiempo, no podía dedicar sus esfuerzos a mantener escuelas orientadas a educar a la élite económica —¿y también intelectual?— del país pues esto significaba, inexorablemente, reproducir las injusticias. Tan fuerte fue su convicción con este punto que influyó para que, en 1971, se cerrara el Instituto Patria.
Pero al ser un hombre de fe, Latapí también amplió su pensamiento e hizo aportaciones sustanciales en la política educativa de México. Sí; una persona religiosa hizo contribuciones a la educación pública y laica de México. Propuso, por ejemplo, una noción bien articulada de la educación basada en los valores sin comprometer en ningún momento la laicidad o el carácter público de la educación. Por lo que dicen los titulares del ramo a los que asesoró, Latapí nunca propuso que se diera educación religiosa en las escuelas públicas para combatir la “falta de valores”, de la que tanto hablan los grupos conservadores de México. Su concepción de educación, aclara Fernando Solana, era “liberal”. ¿Qué pensaría ahora Latapí de las recurrentes muestras de bullying y violencia en nuestras escuelas y universidades? Seguro tendría una crítica lúcida al injustificado incremento de homicidios que dejó el segundo gobierno panista (2006-2013) y de cómo éste afectó el derecho a la educación de miles de niñas, niños y jóvenes.
Allegro con brio
El EPBPE —y Latapí— nos dejan lecciones a aquellos jóvenes que elegimos y deseamos ser investigadores. Nos enseñan la importancia de construir un referente ético dentro del cual situar nuestras acciones profesionales, nos impulsan a lograr una trasposición a la hora de ofrecer públicamente nuestros juicios y a pensar que somos “seres en el límite, a veces ganadores y muchas veces perdedores”.
Con nuevos bríos, podríamos voltear la mirada hacia los problemas educativos que aún persisten tales como la desigualdad, la deficiente formación de las élites intelectuales, políticas y empresariales; así como la carencia de una oposición que analice con profundidad los problemas y actúe con mayor madurez. La Secretaría de Educación Pública, como “ministerio del pensamiento”, tendría mayores posibilidades de hacer bien las cosas si todos contribuimos a construir y nutrir una política basada en el pensamiento.