He leído las noticias sobre la construcción o ampliación del Instituto Tecnológico de Colima en otro municipio. Celebro la posibilidad de que pueda concretarse, aunque tarde todavía dos, tres años. Varias son las razones para recibir con optimismo el anuncio.
En primer lugar, México tiene un rezago histórico con respecto a los países de América Latina en el indicador llamado “cobertura educativa” que, desnudo de su ropaje formal y aséptico, significa el derecho a la educación de los ciudadanos. Nuestro país ofrece muy pobres cuentas y el primer ingreso a las licenciaturas o carreras cortas sigue estando reservado para menos de un tercio de la población en la edad de cursarlas, muy distantes de los países de Sudamérica y apenas comparable a los centroamericanos. Ni siquiera los pronósticos del gobierno de Enrique Peña Nieto, de cumplirse, nos acercarían a los más avanzados en el continente, como Argentina; ya no digamos a Canadá, Estados Unidos o países europeos. Y si al tercio de la población que logran un primer ingreso le restamos las expulsiones y deserciones, entonces el panorama se vuelve todavía más crítico en el país. Esta vez, para no abusar, me abstengo de las estadísticas.
En segundo término, Colima no muestra números para lanzar cohetes en ese indicador, es decir, en la concreción del derecho a la educación superior. Lejos del Distrito Federal, el mejor en ese rubro, y con la misma problemática de los desempeños que excluyen a la mitad o más de los que inician una carrera superior. Y conviene no olvidar que la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 26 consagra a la educación superior como derecho humano.
En resumen, en Colima, como en el país, no ingresan a educación superior todos los que deberían, los que ingresan no concluyen, muchos de los que terminan tienen insuficiencias formativas notables y los que egresan no consiguen un empleo en aquello para lo que fueron formados. Es la historia de ayer, de hoy y que, sin transformaciones sustanciales, será la historia agravada de nuestro futuro.
Una expresión de este fenómeno que impide alcanzar el derecho a la educación superior está a la vuelta de la esquina: los rechazados de las instituciones de educación superior. Resulta poco menos que inconcebible e insensato, que jóvenes con 12 años de escolaridad y un certificado de educación media superior, es decir, con tres años más que el promedio nacional, no tengan acceso y sean rechazados porque no hay espacios, que el gobierno federal, los gobiernos estatales y las instituciones educativas no abrieron en suficiente número para todos, y año con año van repitiendo la vergonzosa tragedia con la cantaleta no pocas veces demagógica e insensible.
Frente a los datos en la mesa, no encuentro argumentos válidos para las justificaciones. Falta resolver este problema con otras soluciones, replanteándolo. En próximo artículo analizaré dos de los argumentos a veces esgrimidos: que los jóvenes vienen mal preparados de la educación media superior y que los bachilleratos son el cuello de botella para aumentar la matrícula y la cobertura de la enseñanza superior.
En este contexto de crisis del derecho a la educación y, sobre todo, de crisis en la forma de pensar y resolver los problemas (por ausencia de ideas o de voluntad, o ambas), que se anuncie un nuevo instituto tecnológico para Colima o una nueva sede en otro municipio, me parece extraordinario. Pero no resolverá significativamente el problema, como no lo resolvió la también necesaria creación de la Universidad Tecnológica de Manzanillo. Debe encararse el problema con otras perspectivas, sistémicas, globales, con inversiones cuantiosas de dinero (no solo para becas, ojo) y con un derroche de inversiones en ideas.
En este ejercicio indispensable (no por cuestiones estricta o únicamente intelectuales) de pensar novedosamente el problema, el contexto y las alternativas, me parece que sería muy saludable la creación de una nueva universidad para Colima. No una competencia para la UdeC (que podría serlo en ciertos aspectos), sino una institución concebida en otro tiempo y con distintas referencias. La infancia en las personas es destino, y en las instituciones la historia condiciona, a veces lastra, a veces es pozo de orgullo e identidad, pero sus marcas o sus posibilidades transformadores se achican por infinitas razones o sinrazones.
Pienso en una universidad con otra concepción general, incluso arquitectónica, con edificios distintos, con aulas que no sean los rectángulos de siempre. Como hizo la Universidad de Guadalajara en su campus de Ameca, donde sus salones son hexagonos y su concepto define una mirada ante sí y ante el entorno.
Una universidad con una nueva pedagogía, con modernos estilos de gestión, con otras carreras y abordajes distintos, con la mente puesta en otros objetos, otros problemas y en búsqueda de sus soluciones. Una universidad con formas de organización académica y de los académicos que deriven de buenas prácticas y la opinión de los académicos.
La universidad como institución social desarticuló la realidad y la ordenó en cajones artificiales que impiden la comprensión global de los problemas. Edgar Morin lúcidamente exhibe estas falencias en nuestras formas de comprensión e incomprensión. Pues esa visión podría alentar una nueva universidad para Colima, como ya se ha intentado en otros sitios. Ejemplos para estudiar y adaptar, para reinventar, existen y ya valdría la pena probar con soluciones inéditas. El problema es que nuestros marcos mentales, naturalmente restringidos, impiden respuestas alternas.
Las universidades, se ha dicho, son como inmensos elefantes aparcados en el centro de modernos aeropuertos. La ciencia, el conocimiento, la tecnología, la realidad se vuelven cada día más complejos y complicados, así que sólo queda tratar de movilizar a aquellas instituciones, de cambiarlas o resignarnos a que se conviertan en parques temáticos (¡imagínense: una advertencia para las universidades europeas!), que miran hacia el pasado o buscan futuros en el retrovisor.