Fernando Gutiérrez Godinez / Pluma invitada
Promesa es deuda, consideramos ahora la gestión de las escuelas formadoras de los maestros de México, no partiendo de su realidad histórica y actual sino desde la pretensión de una justa autonomía que se esboza en el marco legal y a partir de los principios de la gestión.
Percibo un gran simplismo cuando leo que los foros buscaban “la transformación de la educación normal (para) el fortalecimiento de la formación profesional docente” (Documento Base, p. 1); se presupone como el modelo a seguir en la formación inicial de los maestros, por tanto parece se ha decidido previo a los foros lo que debía ser resultado. Sin embargo apenas hubo en su agenda consideraciones respecto a los formadores de los profesores en esas escuelas, ni se tomó en cuenta que una ingente cantidad de profesores activos jamás asiste a ellas (por ejemplo de secundaria y de media superior), ni se abordó la reconocida incongruencia de los programas de formación de los profesores con los intentos diversos de reforma de la educación básica mexicana. El tema de las normales y universidades pedagógicas es complejo y variopinto; no pretendo juzgarlas, sólo hago referencias a situaciones que ilustran su decadencia y la urgencia de una transformación radical o sustitución.
En nuestra historia y realidad educativa tanto el marco legal como el sistema y su operación, y sobre todo los motivos políticos, desconocen y anulan de forma casi automática cualquier expresión de autonomía escolar. Legalmente sólo se la ve como concesión a ciertas instituciones de educación superior (Art. 3º, párrafo VII), pero las normales y demás escuelas formadoras del magisterio siempre han sido concebidas y tratadas como menores de edad, meros eslabones de un sistema de control ideológico y de la estructura sindical-laboral. Sólo el párrafo añadido últimamente sobre la calidad en la educación, que señala que ésta se garantizará por los materiales, métodos e infraestructura educativos, y la idoneidad de los docentes y directivos, al mencionar también la “organización escolar reconoce con ello apenas la importancia de la gestión educativa. Después, el Transitorio Quinto observa que el cumplimiento de lo establecido en los Artículos 3º y 73º exige prever, entre otras cosas, las adecuaciones al marco jurídico (fracc. III) para: “a) fortalecer la autonomía de gestión de las escuelas ante los órdenes de gobierno que corresponda…”.
Cómo interpreten y qué pretendan nuestros legisladores al establecer tales conceptos no me importa y realmente no puedo esperar mucho, porque al ver las contradicciones que se expresan en muchos párrafos de la reciente Ley General de Educación con lo anterior, no se porqué lo incluyeron. Sólo me sirven como referentes para partir a una comprensión amplia y profunda de la autonomía de las escuelas donde se deben formar nuestros maestros en cuanto sujetos educativos. Distingo tres dimensiones de autonomía: la pedagógica, la de gestión y la financiera, y propongo alternativas para concretarlas.
Autonomía pedagógica
La autonomía pedagógica es lo mismo que la libertad de actuación formativa. En general, deriva de la naturaleza de la función escolar que es educar a los niños y jóvenes, hacerse responsable de sus aprendizajes. Si la escuela tiene en el centro a los educandos como sujetos activos del complejo proceso que despliega, entonces los fines propios de la educación –su nobleza- y la confianza recíproca de sus actores funda la libertad pedagógica con que actúan en cada circunstancia específica. La autonomía pedagógica o formativa es análoga a la educación familiar, que no puede ser establecida ni abrogada, sólo reconocida y alentada por la ley y las autoridades civiles. De la misma forma que el crecimiento perfectivo de cada individuo no deriva del estado, tampoco el proceso pedagógico escolar en su complejidad y particularidades puede ser determinado y regulado meticulosamente por el mismo. Sólo le corresponde crear las condiciones para ello, estableciendo las escuelas con todos sus componentes regidas por un marco legal general, y convocar para que concurran los educandos.
En el caso de las escuelas formadoras, la centralidad del alumno-maestro como sujeto activo de la educación funda su autonomía pedagógica. Por eso mismo, más que cualquier otro género de instituciones de educación superior, éstas escuelas demandan el reconocimiento de esta autonomía, la cual se concreta básicamente en la capacidad para determinar sus procesos curriculares específicos, en la evaluación y adecuación de los mismos, así como en sus planes de desarrollo integral. Esto demanda la constitución de órganos pedagógicos a su interior, con un liderazgo efectivo y docentes altamente formados y responsables.
Para la autoridad, basta con señalar los estándares, las cualidades y habilidades que deben ser desarrollados en un prototipo de maestro, o en sus diversas especialidades. Con ello el estudiante y futuro profesor guiado por sus maestros y un buen tutor, debe ser llevado activamente en un plan de actividades y secuencias para lograrlos. Planes y programas únicos establecidos desde el ejecutivo en un país multicultural y en continuo cambio, invocando como base un nacionalismo literal y decimonónico, son por eso uno de los peores frenos para la calidad y equidad de la educación, pues impiden la conformación del profesor en cuanto sujeto y anclan a la escuela como apéndice del sistema; inhiben la innovación y la posibilidad de adaptación creativa a las condiciones particulares y contexto sociales de los alumnos.
La autonomía pedagógica es esencial a las normales y universidades formadoras de profesores. Es contraria a los programas únicos y no puede ser fundada en normas y disposiciones para todo, en pruebas estandarizadas como avales de la formación y capacidades docentes, instrumentos procreados por un sistema que inmoviliza y castra porque se empeña en imperar, en ejercer ante todo el poder. Sin esa autonomía básica, la escuela y sus actores sólo son repetidores de un discurso hueco, anacrónico, conceptología de los preceptores y cumplidores de manuales.
Autonomía de gestión
La escuela mexicana, debiendo ser el espacio privilegiado del proceso sustancial de la educación, donde ha de ocurrir la maravilla de la transformación intencionada del sujeto, en realidad es accidental al sistema educativo y a su lógica interna, profundamente burocrático y endógeno. Éste es la sustancia, aquélla un accidente.
Tanto el profesor mexicano, pero también la escuela donde se forma y aquella dónde trabaja, son víctimas de dos burocracias: la burocracia sindical, que ha hecho de la docencia una “profesión cautiva” (Alberto Arnaut Salgado), y la oficialista, profusamente demandante de papeles; ambas autoritarias y desconfiadas. Atan de manos para tomar cualquier decisión libre (expresión de una auténtica autonomía de gestión), y si es tomada alguna no es ajena a intereses muchas veces obscuros. Las escuelas formadoras, normales y universidades pedagógicas, son las entidades con las que más se ha cebado el poder burocrático controlador, combinando los intereses gremiales y políticos en su máxima expresión. Pero suelen también estar sujetas al poder de grupos internos pseudo-académicos, los cuáles sólo pugnan por prebendas y migajas caídas del sistema, a los que muy poco importa la formación de buenos maestros o desarrollar cabalmente a tales instituciones.
La escuela ha de poder gobernarse por sí misma para asumir y alcanzar sus fines pedagógicos, como una comunidad viva de aprendizaje y de gestión. En relación con las escuelas formadoras de maestros deben ser superadas, además, la desconfianza que paraliza y una descentralización a medias en que las tiene el sistema. Con base en la reforma constitucional que en el Quinto Transitorio párrafo tercero promete “fortalecer la autonomía de gestión de las escuelas…”, se debería alentar en primer lugar la autonomía de las escuelas de maestros a fin de que puedan cumplir su vocación en la educación nacional. Autonomía no es independencia, sino condición para moverse por sí y para que lleguen a ser lo que deben ser, para que establezcan un plan o proyecto propio de desarrollo con estándares cualitativos reconocidos. En este sentido, sería un avance sustancial que las autoridades desarrollaran para ellas esquemas de funcionamiento similares a organismos descentralizados (nada nuevo en la educación superior), estableciendo consejos o juntas directivas con representación de la academia, de profesores destacados y de actores sociales reconocidos, además por supuesto de los funcionarios educativos que corresponda.
Autonomía financiera
Esta autonomía, si la entendemos como el abastecerse por si mismas de los recursos económicos demandados para su funcionamiento, es prácticamente una quimera en cualquier institución de educación pública en el mundo, no sólo en México. Por tanto debemos entenderla de forma acotada en cuanto a una total independencia económica, pues realmente una escuela sólo alcanza a obtener por sí misma escasos recursos.
Pero si autonomía financiera significa que la escuela pública no carezca de lo indispensable y cuente por parte de la autoridad con el apoyo económico necesario para su desempeño, así como de la capacidad de decidir a qué prioridades asigna los recursos obtenidos, entonces estamos en el camino correcto. Esta autonomía (capacidad financiera y de decisión sobre sus recursos) concreta entre otros los proyectos de desarrollo que la autonomía de gestión determina. Las escuelas de maestros requieren esta autonomía, pues han sido abandonadas a su suerte en muchos estados, o apenas se les otorga lo básico para funcionar mediocremente. Bien decían algunos estudiosos y conocedores del sistema educativo, cosa que el censo reciente de escuelas y profesores vino a mostrar, que la búsqueda de la calidad requiere entre otras cosas muchos recursos económicos. Esperemos que los legisladores y autoridades entiendan esto, y los presupuestos destinados sean bien aplicados y no se vayan al barril sin fondo de las anomias y corrupciones del sistema, o a los canjes político-electorales.
Superar la sub-profesión, a modo de epílogo
Hace un siglo bastaba con saber leer y escribir para ejercer de maestro en la primera y rústica escuela mexicana (un pueblo analfabeta no requería más). Después, las normales admitían a cualquier joven que terminando la secundaria quisiera incorporarse al programa para maestros. En 1984, conscientes de la minoría profesional del magisterio, establecieron que la normal fuera licenciatura (como carrera universitaria); ya habían sido creadas también las universidades pedagógicas, para que los profesores en servicio obtuvieran títulos de licenciatura; estaba claro que no bastaba la normal. Pero ninguno de esos esfuerzos ha superado la percepción de que ser maestro en México es una sub-profesión.
Es necesario mucho más. Todo pasa por decisiones de alta política que establezcan que la formación de profesores es una cuestión de estado de largo plazo, que marque una ruta clara aunque lenta y persistente, pues la educación no es flor de un día ni debe estar sujeta a los avatares e intereses de la real polítik. Debe haber decisiones económicas, para que se invierta en serio a fin de formar y pagar con justicia a los maestros. La formación exigente y rigurosa demanda que la profesión se cotice tan alto como las mejores, la medicina o la ingeniería, y que el profesional de la educación sea autónomo. Sin duda esto hará que ser maestro se convierta en una inspiración, vocación deseada por los niños y jóvenes más talentosos; si en la marcha sucede esta añoranza será un signo seguro de que estamos en el camino correcto.
Surgen dudas fundadas sobre hasta dónde se pretenda llevar la “revisión del modelo educativo” y qué se entienda por él (señalada en los mismos foros), así como sobre los alcances de la “transformación de la educación normal”. Sin aclarar estos supuestos clave todo podría reducirse a “mejorales”, a continuar con lo que se reconoce claramente ha fracasado en “los últimos 28 años” (Documento Base del Foro Educación Normal,p. 3), y no definir de fondo políticas públicas y programas de largo plazo que resuelvan el problema crónico y estratégico de la inadecuada formación del maestro mexicano.
*El autor es doctor en filosofía (U. de Navarra) y maestro en educación (U. La Salle); libros El trabajo, factor de humanización (1988), La conciencia, eclipse o despertar (1994) y artículos varios. Rector de UTNG y profesor en UDLAP, UPAEP, La Salle, UPN-113.