En los últimos días el tema de las escuelas normales apareció recurrentemente en mis inquietudes y prioridades profesionales. Primero, la semana anterior conversé al respecto con Alma Maldonado, académica del Departamento de Investigaciones Educativas del Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados; compartimos incertidumbres y preguntas, pero ninguna certeza.
El fin de semana me enteré que concluyeron los foros sobre el modelo educativo de las escuelas normales en Baja California Sur, cerrando un ciclo festejado oficialmente por las miles de ponencias y participantes, lo que podría ser ya una ganancia, pero no necesariamente traducirse en un proyecto de futuro consistente. La historia mexicana y en materia educativa están plagadas de eventuales e insustanciales formas de participación estéril. A esa masiva concurrencia sigue el análisis de las 30, 40, 45 mil cuartillas (¡menuda tarea! ¿y quién la hará?) de las ponencias. Luego tendrán el diagnóstico, entre paréntesis, que antes no necesitaron para decretar la reforma educativa.
Las interrogantes sobre la suerte de las normales son innumerables. Dejarlas como están es condenarlas. Reformarlas puede significar su fortalecimiento, pero no está claro el papel que les tocará en el tablero de la reforma educativa. Sí creo que cambiarlas sin consensos, lejos de los profesores, sin un diseño incluyente podría dar fuerza a la hipótesis de que la administración federal pretende su debilitamiento, para liquidar a un sector que se presume muy ligado a las fuerzas más poderosas del SNTE.
El proyecto de reforma de las escuelas normales tiene que ser político, por supuesto, pero sustancialmente pedagógico. Hoy el segundo no se ve claro, o se ve todavía más difuso que el otro, cuando las normales han sido mermadas. Hay que recordar aquella declaraciones de la -alguna vez- profesora Elba Esther Gordillo cuando pidió su cierre para convertirlas en centros de instrucción en oficios.
La tercera circunstancia que me tuvo atento al tema del normalismo fue la presentación de mi libro, “Aprendiendo a enseñar. Los caminos de la docencia”, ante la comunidad del Instituto Superior de Educación Normal de Colima, ISENCO, campus Tecomán, este lunes, al lado del director general, profesor Salvador Medina, y del maestro Arturo García Negrete.
Frente a los estudiantes de bachillerato y licenciaturas expresé dos grandísimas convicciones. La primera, que estudiar educación superior es un privilegio en un país atravesado por abundantes asimetrías, que impiden a dos terceras partes de los jóvenes mexicanos llegar a ese nivel de la pirámide escolar. Un privilegio que es también un compromiso social con quienes menos saben y poco tienen, porque la docencia, como bien afirmara Federico Mayor Zaragoza, ex director general de la UNESCO, no es un empleo sino una misión de transformación social que no puede ser superficial y que empieza en el mismo profesor, lo que obliga a una preparación rigurosa.
La segunda convicción es que la transformación de las escuelas normales es imperativa, una estación de paso crucial en el tránsito hacia la reforma estructural de la educación con perspectivas de mediano y largo plazos, la única que puede aspirar a resultados sustancialmente significativos.
En Baja California Sur concluyeron que las escuelas normales deben ligarse a la educación básica, así lo dijo el secretario de Educación Pública. Creo, además, que deben articularse a las universidades. No sé si es factible o deseable que en México las escuelas normales pertenezcan a las universidades, como sucede en otros sistemas (Finlandia, por ejemplo), pero sí estoy convencido de que debe salvarse la distancia entre universidades y normales, incluida la Universidad Pedagógica Nacional. Juntas podrían concederle una densidad distinta a sus tareas, renovados vientos a los discursos pedagógicos, al mismo tiempo que examinar críticamente las prioridades de la investigación educativa universitaria, su pertinencia y relevancia.
En síntesis, hoy poco sabemos los ciudadanos y los profesionales de la educación no especializados qué pasará con la educación normal, pero su suerte podría significar un punto y aparte en la reforma educativa, una muestra de confianza en el magisterio, o el anticipo de una triste lápida.
Las voces de las maestras y maestros, de los estudiantes de las escuelas normales y de sus profesores deberán ser escuchadas también en la discusión de proyectos y estrategias para el futuro de la educación normal y básica. La disyuntiva no admite réplica: una reforma sin ellos, o contra ellos, está condenada al desastre.