Ayer paseaba con amigos por un pueblito en el Estado de México. El pueblo en cuestión, coincidíamos, es un muy buen retrato del país entero. De un lado: tiendas de muebles finos y extraordinariamente caros; supercitos con vinos franceses y dulces americanos; carnicerías con cortes de primerísima, agencias de motos y yates de todo lujo. Del otro lado: un mercado ambulante lleno de puestos de comida, de juguetes chinos, de ropa de marca pirata, de fruta para el ponche, de ollas de barro y recipientes de plástico de todos colores y tamaños.
En el primer mundo: los “güeros”, en plan relajado, paseando sus perros de raza, atendidos –sin cesar- por los “morenos”. Del lado de la plaza donde está el mercado ambulante: los lugareños caminando de prisa, mirando al suelo o al horizonte, sorteando a los muchos perros callejeros. Pocos cruces de mirada reales entre ambos universos, casi ninguno.
A pesar de las distancias siderales, sin embargo, un mismo espacio hilvanado por prácticas, excesos y ausencias comunes. Harta basura por todos lados. Baches sin fin, coches sobre las banquetas (pocas y rotas, por cierto) y peatones, a salto de mata, entre las motos, las SUVs y un verdadero ejército de jóvenes pudientes, conduciendo –es un decir- sus polaris a toda velocidad, sin freno alguno, sabiéndose absolutamente impunes.
Un caleidoscopio de diferencias brutales (la mujer indígena encorvada vendiendo sus ataditos de ocotes, la señora “nice” comprándose una chamarra noruega, el niño rubio tirando al suelo la paleta helada recién probada, y la niña del pueblo -muy seria y con sus lentes rotos- despachándote las verduras en el puesto de su madre); un cuadro armado con piezas que parecen de dos rompecabezas distintos. Un mismo cuadro unido por la ausencia completa de civilidad y por la falta compartida de espacios públicos dignos de tal nombre.
Una realidad que si viéramos retratada en una película nos parecería terrible, explosivamente injusta, casi invivible. Realidad, sin embargo, que, como el agua de nuestra pecera, casi ni vemos, de tan sabida y conocida.
Así vivimos los mexicanos a finales de 2014; así hemos vivido durante siglos. Hay, con todo, cosas nuevas. Entre otras, convivencia excesivamente próxima y aparatosa entre extremos; algunos referentes y pertenencias parecidas (celulares, palabras en inglés, películas); y, lo más importante: erosión acelerada de los discursos y lenguajes capaces de legitimar la desigualdad rampante.
Con todo, la desigualdad persiste y sigue reproduciéndose. Acaso ayudan a mantenerla los retazos de aparatos legitimadores arcaicos y ancestrales. Seguramente ayudan también la inercia simple y, en particular, la cohesión persistente en la cima de la pirámide social y la operación de un conjunto de arreglos políticos y “legales” cuya función central consiste en reproducir la desigualdad extrema.
Por un momento, hace algunas semanas, la improbable conjunción del descontento de los de en medio para abajo (por Ayotzinapa) y los de en medio para arriba (por la corrupción) pareció cimbrar el edificio completo. Aparentemente, sin embargo, duró poco ese tan raro e infrecuente rechazo de grupos sociales opuestos frente a los detentadores del poder público. Por fortuna para estos últimos y para las minorías que tanto se benefician de nuestra desigualdad aguda y añeja, llegaron las vacaciones y las fiestas.
Todo entró en una especie de pausa y se impuso una suerte de calma chicha. Persisten la desazón y la rabia, pero perdieron el primer plano. Difícil saber que ocurrirá pasadas las fiestas. Hoy se antoja difícil que pudiera recuperarse el momentum potencialmente transformador de hace algunas semanas. Pero todo es posible. Ya veremos.
Por lo pronto, les deseo a todos en lo individual y nos deseo a todos en colectivo un 2015 mucho mejor que este 2014 que acaba. Un año nuevo más fértil para todos, menos injusto y más luminoso.