De nueva cuenta, integrantes de la sección 22 de la CNTE de Oaxaca paralizaron el lunes de esta semana partes de la ciudad de México. Mientras algunos maestros oaxaqueños de esa sección sindical se manifestaban en el Distrito Federal, sus alumnos, otra vez, se quedaron sin clases.
Entre 2006 y 2012, el acumulado de clases suspendidas por paros de maestros en el estado de Oaxaca fue equivalente a un año escolar completo (210 días). En 2013 y como resultado del paro de labores de miembros de la sección 22, ocurrido entre el 19 de agosto y el 14 de octubre, 94 por ciento de los alumnos oaxaqueños perdieron 38 días de clases.
No es fácil encontrar las cifras de días de clases suspendidas en otros estados, tales como Guerrero, Michoacán o Chiapas, con fuerte presencia de maestros disidentes. Cabe suponer, sin embargo, que el costo en términos de clases perdidas en estas entidades ha sido también muy importante a lo largo de los últimos años.
A la pérdida de días de clase que han padecido los alumnos de muchos de los estados más pobres y con peores resultados educativos del país, habría que sumar el éxito de las cúpulas magisteriales en Oaxaca y Michoacán en impedir la aplicación de los exámenes de evaluación para ingresar, según mandata la ley, al Servicio Profesional Docente. Dicho “éxito”, además de ser ilegal, vulnera de nueva cuenta los derechos de los alumnos de esas entidades a contar con docentes con conocimientos y habilidades idóneos para realizar su labor. Igualmente ilegal y costoso para el alumnado, así como para la instrumentación de la reforma educativa, resultó el hecho de que la disidencia magisterial en Chiapas, Oaxaca y Michoacán fuese capaz de evitar el levantamiento del primer censo educativo –mandatado por ley– en dichas entidades.
La decisión del gobierno federal de permitir estas y otras muchas violaciones a las normas legales asociadas a la reforma educativa y, muy particularmente, a los derechos de los alumnos, ponen en tela de juicio el compromiso de las autoridades con los objetivos centrales de dicha reforma. La permisividad del gobierno para con los grupos minoritarios del magisterio más aguerridos y recalcitrantes tiene todo que ver con la altísima prioridad concedida por el gobierno federal a temas de gobernabilidad. Se entiende que el gobierno priorice esos temas. Lo que no me acaba de quedar claro es si la disposición de ceder en todo frente a la CNTE ha ayudado a administrar mejor los desafíos de gobernabilidad que enfrenta el gobierno o si, más bien, los ha complicado aún más.
Más allá de la efectividad de la respuesta gubernamental frente a la CNTE en términos de gobernabilidad, lo que es evidente es que en todo este desbarajuste el gobierno no ha priorizado los derechos y los intereses de los alumnos. ¿Por qué no habla por ellos? ¿Por qué no los representa? ¿Por qué no le importan? ¿Será que dado que no votan, no interesan?
La falta de atención a los alumnos –en especial a aquellos que más la requieren, es decir, los que enfrentan mayores niveles de marginación y peores condiciones escolares– es, en mucho, el resultado de la debilidad del grupo de actores gubernamentales y sociales más interesados en ellos. Urge fortalecer la coordinación y activación de los actores –funcionarios educativos comprometidos con la reforma, organizaciones sociales, padres de familia y expertos– que pudiesen elevarle a las partes del gobierno menos preocupados por los alumnos, el precio de su olvido. Para ello, serviría mucho empezar por transparentar los costos –días de clases perdidos, niveles de logro, y calidad docente, por ejemplo– que han pagado los alumnos por la decisión del gobierno de ceder ante los chantajes sin límite de la CNTE.
Twitter: @BlancaHerediaR