Sylvie Didou Aupetit*
El 24 de agosto, inició formalmente el año escolar, en una forma atípica. Se cumplió con el ritual del banderazo oficial para el inicio de cursos. Aumentó la frecuentación de las papelerías para adquirir los útiles escolares, durante el anterior fin de semana. Pero no se produjeron las habituales aglomeraciones de padres, entre orgullosos y preocupados, a las puertas de los establecimientos. Tampoco se tuvo que sortear las carreras a pie, en transporte colectivo o en coche, de adultos apurados, con infantes uniformados en volandas, porque “se les hizo tarde”. Aquel día, las ciudades siguieron con su trajín habitual y no hubo la circulación masiva de gentes, propia de una vuelta a la escuela.
Ventajas y costos del reinicio virtual a las actividades académicas, solución adoptada por la Secretaria de Educación Pública, para resolver el retorno programado a las aulas, han sido abundantemente comentados. Fue sensato, creo, haberlo aplazado en la modalidad de ocupación física de los espacios, puesto que los números de contagios y decesos por el Covid-19 siguen altos. Supuso un alivio para los maestros y las familias, preocupados por su salud y la de los niños, aunque desalentados por la prolongación de la crisis sanitaria. Además, ese programa atinó al tomar en cuenta la desigual dotación de las familias en tecnología digital, brindando cursos en televisión y en radio, en horarios repetidos de transmisión.
No obstante, en México como en muchos países que apostaron a la educación a distancia, esas medidas, globalmente positivas, también tendrán efectos negativos. Esos afligirán a cualquiera, pero mayormente a los más pobres. El más crítico concierne la profundización de los sesgos en los aprendizajes. Afectará a los alumnos cuyas condiciones y habilidades para interiorizar los conocimientos distribuidos en línea sean deficientes, es decir a los más frágiles social- y pedagógicamente. Otro, anunciado pero no medido todavía, concierne la suspensión temporal de estudios o la deserción, como consecuencias de la falta de equipo para acceder a los cursos, de las incomprensiones para “consumir” debidamente los conocimientos transmitidos virtualmente o del impedimento para acudir a la escuela cuando los hogares carecen de recursos mínimos para su bienestar.
Esas repercusiones han sido señaladas con frecuencia. Otras merecerían ser documentadas para conocer mejor los comportamientos de colectivos, casi olvidados pero también afectados hondamente por la pandemia. Por ejemplo, desde principios del confinamiento, investigadores, asociaciones profesionales y redes militantes levantaron encuestas entre docentes. Pocos pidieron, en cambio, a los alumnos, en general, y, sobre todo, a los niños que exterioricen sus vivencias de la situación. Urge que sepamos cómo la resintieron en esos pasados cinco meses y como procesan actualmente el aplazamiento, por lo pronto sine die, del regreso al patio de la escuela e incluso al salón de clases. Varias personas, en mi entorno, comentaron que sus pequeños hicieron pucheros o lloraron cuando les anunciaron que este no se produciría pronto. Acompañarlos para que elaboren sus sentimientos ante un encierro que agobia a toda la población será un componente esencial de una nueva educación presencial, ansiada y siempre reportada.
Otros pendientes atañen la clarificación del papel de los docentes en la política vigente. Las atribuciones asignadas a los maestros parecen ser de asesoría y tutoría (¿a los padres? ¿a los estudiantes?), además de la corrección de tareas. No obstante, la vaguedad de los parámetros para ejercer esas funciones lleva a sugerir que se precisen sus obligaciones para salvaguardar derechos laborales y velar por el cumplimiento de responsabilidades, en entornos de trabajo en casa que ya alentaron comportamientos indebidos de empleadores y empleados. Sería de hecho conveniente otorgar un papel activo a los maestros en el monitoreo de esa fase de suministro a gran escala del servicio educativo, particularmente de sus éxitos y limitaciones.
Unos interrogantes más versan sobre las condiciones para la implementación de la política en sí. Sería útil disponer de datos sobre los contratos con las empresas productoras de los contenidos digitales, los precios pagados por su elaboración y las condiciones de su uso abierto, durante y después de la pandemia. También, conforme con la nota de orientación de la UNESCO sobre la reapertura de escuelas, convendría empezar a informar ya sobre las estrategias previstas para combinar los programas de enseñanza presencial, hibrida o completa, con otros de nivelación y bienestar sicológico, destinadas a todos los alumnos pero con énfasis en quienes más las requieren. Esas intervenciones evidentemente suponen disponer de recursos financieros y movilizar capacidades para ejecutar las actividades de planeadas. En el convulso contexto nacional, ignoramos si las escuelas contarán con ambos cuando venga el momento.
Una última acotación. Al estallar la crisis económica global del 2008, se repetía que el ideograma chino referente a “crisis” estaba formado por dos caracteres que significaban peligro y oportunidad. La pandemia de Covid-19 reveló con crudeza que, en las regiones vulnerables del país, las poblaciones discriminadas acceden a las infraestructuras de menor calidad. ¿Se habrá aprovechado el receso forzado para empezar a resolver ese cúmulo de desventajas y problemas estructurales, acrecentados por la pandemia, como la sobrecarga curricular de los planes y programas de estudio? Quien sabe…
*Cinvestav – Cátedra UNESCO sobre Aseguramiento de calidad y nuevos proveedores de servicios educativos