El 23 de agosto recibí una carta extensa del doctor Javier C. Ruiz Mijangos, inspector general de secundarias en Jalisco. Me comenta que es un asiduo lector de textos sobre su materia, que ha leído más de 90 piezas sobre la “llamada” Reforma Educativa y me invita a que haga trabajo de campo, realice entrevistas y levante encuestas; él me ofrece apoyo logístico para esas tareas. Excepto encuestas, que no levanto desde el año 2000 —por su costo y la complicación de seleccionar una muestra representativa—, siempre ando tomando notas y charlo con frecuencia con maestros, directores de escuela, funcionarios de varios niveles y colegas. Todos aportan información y opinión que me apoyan a normar mi criterio y a modular mi juicio.
Aprecio la carta del doctor Ruiz, aporta ideas para entender el sentir de muchos docentes. Expresa: “Soy un docente consciente que es necesaria e indispensable desde hace 20–25 años la implementación de la Reforma Educativa”. Pretende ofrecer una visión equilibrada de sus fortalezas —que sí se las reconoce— y sus debilidades, que refieren a las deficiencias burocráticas. No hay una objeción de fondo al propósito general de la reforma ni a la doctrina que está detrás de ella: el mérito como principio.
El supervisor destaca que la Reforma Educativa tiene haberes: la realización de los Consejos Técnicos Escolares; los exámenes de admisión para ingreso, promoción y permanencia; el apoyo de las ATP (asesores técnico-pedagógicos) en las supervisiones escolares, la disminución de contenidos en educación secundaria y la creación de autonomía curricular.
Luego marca los débitos que, desde su perspectiva, padece la reforma. Aquí agrega interpretaciones a su descripción: las tutorías para los nuevos docentes no funciona; los exámenes de admisión se manejan sin transparencia; los ascensos de ATP, subdirectores y directores, dejan a los grupos sin atención durante dos o más años; los puestos de directivos no se cubren oportunamente; los contratos de los docentes son de trato injusto y vergonzoso, de 15-30-60 días; los pagos se efectúan fuera de tiempo y desubicados; el pago de un docente supernumerario por hora, disminuye en 40%; la contratación de los nuevos docentes se efectúa sin planeación ni organización, en lugares inadecuados; no funcionan las plataformas para la actualización de directores y docentes; los puestos de funcionarios educativos son un reparto del botín del gobierno en turno; los docentes universitarios que ingresan con el examen de oposición no reciben ninguna capacitación pedagógica. Apunta deficiencias en la formación continua, no hay diagnósticos efectivos y veraces, la reforma no se ha evaluado en las aulas y escuelas de Jalisco ni los docentes fueron invitados a la elaboración del diagnóstico estatal. Lo más grave, apunta, es que en nueve secundarias de su zona hay mil 317 horas vacantes sin cubrir.
Como puede observarse, es un catálogo de pifias que el profesor Ruiz achaca a la Reforma Educativa y a la SEP, pero no toca al gobierno local ni habla de las trabas que imponen los dirigentes sindicales. Concluye censurando al secretario Otto Granados Roldán porque exclamó que sería una catástrofe cancelar la reforma.
No dudo del diagnóstico —a pie de tierra— del doctor Ruiz ni de su preocupación por la falta de mejoría. Pero me pregunto cómo era ese mundo hace cinco años. Quizá esos problemas existían, agravados por la herencia y venta de plazas y el control que líderes sindicales tenían (y que mantienen en cierta medida) de las trayectorias profesionales de los maestros.
Si estuviera en la situación del maestro Ruiz, exigiría que se cumpla con la reforma, no apostaría a su fracaso. ¡Qué bueno que no la juzga por sus propósitos, sino por la falta de resultados! No obstante, también me gustaría que analizara el papel de los líderes sindicales y de la baja burocracia, que incluye a supervisores que alcanzaron el puesto por méritos sindicales, no profesionales.