La decisión de cancelar a las Escuelas de Tiempo Completo, para concentrar los recursos en las labores de mejora de la infraestructura escolar, arguyendo que así hay más beneficios en la educación de la población vulnerable, ha sido –con razón– criticada. La idea posterior de otorgar recursos, directamente a las familias, para solventar el cese de las jornadas ampliadas es un error, pues ello no conduce a prolongar la permanencia de las niñas y niños en el ámbito escolar.
Esa fue la intención primaria de su existencia: la función expresa. Derivado de ella, como aspectos adicionales, los alimentos eran necesarios; la extensión temporal propició condiciones para que (sobre todo, pero no exclusivamente) muchas mujeres pudieran desarrollar un horario laboral completo y, también, otorgar ingresos adicionales, estímulos, al personal docente y administrativo involucrado.
Al desaparecer este programa, que cubría 27 mil escuelas y a 3.6 millones de aprendices, el efecto directo, de acuerdo con su orientación académica, es la merma en las condiciones para aprender. No hay que perder de vista que este es el daño principal de su suspensión. Es cierto, la calidad de la atención a las niñas y niños era variable, no siempre la mejor, pero eso conduce a su revisión cuidadosa, no a eliminarlo: en materia de educación no se deben escatimar recursos, máxime a quienes más lo requieren.
La alimentación y el hecho de hacer posibles periodos laborales más largos, condición sin la cual no se obtiene empleo en muchas actividades o se reduce el sueldo a devengar, así como los complementos en el ingreso del personal, son, además de lamentables consecuencias asociadas a la medida, un claro ejemplo de la inexistencia de un sistema organizado de cuidados (a la infancia vulnerable y su alimentación balanceada y, por dar otro ejemplo, a los adultos mayores que requieren apoyos constantes). Por el pronunciado e inequitativo sesgo de género en las relaciones sociales, esta carencia afecta más a las mujeres y limita su desarrollo.
En un sistema organizado de cuidados, coordinado por un Estado responsable, la escuela ha de formar parte, sin duda, pero no puede con todas las necesidades. ¿Las empresas no deberían contar con estancias infantiles, seguras y estimulantes, para atender a las criaturas de sus empleadas y empleados? ¿Acaso es innecesario asegurar a la infancia nacional una nutrición propicia para su desarrollo? Las actividades extracurriculares, ¿no debieran ser accesibles a todas las familias, de tal manera que, en lugar de descartar las jornadas ampliadas, se aumente el tiempo en todas las escuelas, dado que 4 horas y media son a todas luces insuficientes para llevar a buen puerto los planes y programas de estudio, y las actividades culturales, deportivas y artísticas cruciales en el desarrollo de las personas? ¿No es urgente que el magisterio cuente con ingresos salariales dignos, a partir del desempeño cabal de una actividad de trabajo continua, en lugar de tener dobles turnos?
Para resolver esa ausencia, la escuela, mucho mejor organizada, puede colaborar. Pero no basta: ya está recargada de funciones adicionales a su naturaleza propia. Está exhausta. Es necesario abrir el horizonte hacia la construcción de un sistema eficaz de compromiso social en los cuidados, coordinado por el Estado, basado en la equidad de género, la participación de distintos actores y la colocación de recursos públicos para ello. Por el bien de todas y todos, es necesario. Urge.