Trabajo por proyectos, en grupos, interdisciplinar, con horarios flexibles, la evaluación es continua y las ciencias se aprenden haciendo un trabajo sobre reciclaje, son algunas de las propuestas de los jesuitas para la escuela del Siglo XXI.
“El alumno es el centro del nuevo modelo”, explica Minerva Porcel, directora pedagógica del cambio en el Claver, paseando entre las mesas de colores. “Los niños aprenden haciendo, son más autónomos, el trabajo es colaborativo, los profesores hacen preguntas, no dan las respuestas…”.
El Claver es uno de los tres centros concertados donde los jesuitas de Cataluña están implantando el proyecto Horizonte 2020. De momento, solo en tres cursos: primero de infantil (tres años), quinto de primaria (nueve), y primero de la ESO (12). El plan es que en 2020 funcione en los ocho colegios catalanes de la orden, que suman 13 mil alumnos.
En quinto, la mañana arranca con el “inicio del día”, 15 minutos para plantear los objetivos de la jornada y charlar. Aquí se habla sobre Charlie Hebdo o Siria. Hoy toca la Cuaresma, esto es un colegio religioso y en todas las clases hay una cruz. Pero la evangelización siglo XXI no es catequesis: los niños comparten sus buenos propósitos y los profesores leen unas notas de agradecimiento anónimo (“A Marina, porque me hace caso en el patio cuando me ve sola”). Luego se desean un buen día y cada grupo se pone a lo suyo.
Lo llamativo del Claver es que está mutando. Pasillo con pasillo, se puede ver un cole de toda la vida y uno distinto. En el lado gris hay pupitres (el del maestro, al frente), pizarras y puertas con ventanucos que permanecen cerradas. Niños en silencio que miran al frente. Las aulas de los pasillos amarillos, sin embargo, son transparentes, con enormes ventanales y las puertas siempre abiertas. Hay gradas y las mesas tienen ruedas para poder agruparse. Los niños hablan y se mueven con libertad. Bajo enormes lámparas tubulares hay zonas comunes con sofás, pufs, o un jardín vertical que están construyendo ellos mismos. En el aula de los pequeños hay un anfiteatro pistacho que en uno de sus extremos se convierte en tobogán. Visualmente, los jesuitas han hecho con estas aulas lo que Google hizo con sus oficinas.
El proyecto también ha redecorado la cabeza de 261 alumnos y 14 profesores voluntarios, porque, como en Silicon Valley, el gran cambio es la forma de trabajar. “Ahora mola más venir al cole”, sentencian Bernat, Enric y Albert, de 13 años, mientras diseccionan un corazón de vaca. “Los profesores te explican un poco, pero somos nosotros los que tenemos que observar, investigar, ir probando…”, dicen introduciendo distraídamente dedos enguantados por la vena cava.
Es lo que la pedagogía llama “aprendizaje por descubrimiento guiado”. “No es que no haya un control, sino que los niños son menos conscientes de él, y más activos, igual que no es que no haya libros, es que no solo hay libros… El mundo es el aula”, explica Minerva Porcel, que pasó tres semanas en Finlandia estudiando su sistema educativo, considerado uno de los mejores del mundo. “Este proyecto bebe de muchas fuentes”, explica. “De las inteligencias múltiples de Gardner a la educación nórdica”.
Aunque hay clases específicas —de matemáticas o alemán—, el grueso del día fluye sin una pauta marcada por lecciones y los chavales se organizan a su propio ritmo. El ambiente bulle, sí, pero hay una evidente concentración. Los niños no deambulan, se mueven con propósito. Se les ve motivados, y a sus profesores también. Nadie parece aburrirse.
“Es más divertido y aprendes igual”, dice María Solá, de 13 años. “A lo mejor no igual de rápido, pero se te queda más”. Los proyectos duran tres semanas y se trabajan en grupos de cuatro o cinco. “Si trabajas individualmente, solo tienes una idea”, explica Sergio Arazo, de 13 años. “En grupo se te ocurren más y puedes elegir la mejor”.
“Antes tenías una asignatura que duraba una hora, y luego otra, pero en los proyectos tocas dos o tres materias a la vez”, dice Sergio. Las civilizaciones antiguas se aprenden haciendo el trabajo Be water, Nefertiti, que también cubre el ciclo del agua de Naturales; el proyecto Raperos y reporteros, cuyo objetivo final es grabar un videoclip de hip hop con denuncia social, explica los recursos retóricos de Lengua, ejercita la traducción de Inglés y ameniza el aprendizaje de Música. El colegio traduce estos contenidos en materias para que los apruebe la Generalitat, que ya ha realizado varias inspecciones este año.
El otro gran cambio es que las dos clases de 30 alumnos se han fundido en una de 60 que cuenta con tres tutores multidisciplinares (científico, lingüista, humanista) que están al mismo tiempo en la misma clase. “Para nosotros el día a día ha cambiado totalmente, antes dabas clase encerrado y ahora nuestro trabajo en equipo es un ejemplo para los niños”, dice Xavier Solé, que pasó un trimestre formándose a tiempo completo para la nueva etapa. “Coger el libro, leerlo y comentarlo, lo puedo hacer ahora y dentro de 20 años… Siempre había intentado probar cosas nuevas, pero no era fácil llevarlas a cabo. Ahora me siento apoyado”. “El trabajo es mucho más creativo”, asiente Magda Ballesta, coordinadora de Infantil. “Sí, implica más esfuerzo. Es más fácil ponerles a rellenar fichas, y a veces lo hacemos, pero como maestra lo que me gusta es crear actividades propias”.
“Hay otros colegios con proyectos innovadores, pero esto son los jesuitas, la significación es distinta”, opina el catedrático de Sociología Mariano Fernández Enguita. “Hace siglos fueron ellos los que implantaron los patrones de lo que ahora consideramos el aula tradicional: no son cualquier cosa”. “Ahí reside precisamente la bomba: una orden religiosa viene a agitar las aguas estancadas del sistema educativo español y a dar sopas con honda a la escuela pública”, escribía el experto en su blog. “La escuela convencional ha de evolucionar, porque está basada en un mundo que ya no existe”, continúa por teléfono. “Ellos se están adaptando”. A Enguita le gustaría ver una evolución parecida en la pública. “Pero hace falta una dirección fuerte para llevarla a cabo, porque no todos los profesores van a estar de acuerdo”, opina.
“Yo, si fuera padre, sacaría a mi hijo”, sentencia Felipe de Vicente, presidente de Asociación Nacional de Catedráticos de Instituto. “Estos inventos buscan que los niños estén entretenidos… Y a la escuela se va a aprender”. “La clase magistral no es mala, yo lo he aprendido todo así y tengo dos oposiciones”, continúa. “A Cervantes hay que explicarlo, y del Teorema de Euclides no se puede hacer un rap”. Llevar estas innovaciones a la educación pública le parece inútil e imposible: “Esto solo se puede hacer con un alumnado de clase media”.
No hay que irse tan lejos para encontrar otras voces críticas. “Habéis venido a ver a los de los coloritos, ¿no?”, preguntan con retintín los chavales de los pasillos grises a los periodistas. “Sus aulas son más chulas, pero yo prefiero el sistema de siempre”, dice uno de ellos. “¿Qué es eso de no hacer exámenes? Seguro que no aprenden nada”. “Están un poco mimados con sus sofás, sus mesas con ruedas… ¡Y se llevan a los mejores profesores!”, exclama otra. “En realidad tienen un poco de envidia porque no les ha tocado este privilegio”, responde Sergio Arazo, que, como sus compañeros del nuevo sistema, no quiere volver ni atado a lo de antes.
Los jesuitas llevan años preparando este cambio. Un proceso en el que han participado profesores, alumnos y familias, que contribuyeron con 56.000 ideas sobre la escuela que querían. “A los profesores no hizo falta convencerles porque ya era un grupo que quería un cambio, que veía alumnos desmotivados, resultados que no mejoraban… Con los padres hizo falta mucha transparencia”, explica la directora. “Al principio no lo entiendes del todo, hay que verlo”, dice Daniel Ponté, padre de una niña de quinto. ¿Trabaja menos su hija por pasarlo mejor? “Ahora tiene menos deberes, pero cuando falta un día, tiene que recuperar un montón”, responde. “Así que en clase deben de trabajar mucho”.
Atardece sobre los viñedos de Raimat que rodean el colegio y toca hacer el “final del día”. Quince minutos de reflexión compartida sobre lo aprendido. Los niños se autoevaluan del 1 al 4. Suena una música tranquila mientras piensan un minuto en silencio y luego abandonan el aula de colores sin necesidad de que suene un timbre.
Publicado en El País.