Tozudos, tenaces, testarudos. Ignorantes. Cada año miles de jóvenes procuran ingresar a un conjunto de instituciones públicas de educación superior, a sabiendas de la escasa probabilidad de lograrlo. Perseveran. La mayoría de las universidades estatales, muchos institutos tecnológicos y las instituciones federales como la UNAM, la UAM y el IPN, cuentan con pocos lugares en comparación con la cantidad de aspirantes, sobre todo en algunas carreras. Lo consiguen tres o cuatro de cada diez, o solo uno por docena. Insisten. En su cálculo está presente la expectativa, sí, pero también hay estrategia: anotarse en varias por si no se logra lo esperado. El mundo no está como para jugarse todo a una carta, cuantimás con la baraja trucada.
Mauricio Merino, el miércoles, en estas páginas, nos dio a conocer con claridad el argumento central del importante libro de T. Piketty (El capital en el siglo XXI): “la verdadera riqueza que gobierna al mundo sigue siendo hereditaria. La que se acumula en unas cuantas manos y pasa a las generaciones posteriores, perpetuando la desigualdad”. Además, advierte, no se trata de un fenómeno reciente: “el dominio de ‘los herederos’ ha venido sucediendo desde la mitad del siglo XX”. En otras palabras, en el mundo en que vivimos, y en México es patente hace años, las ventajas o desventajas del origen social se amplifican. Muy poca movilidad social ascendente para los más, junto al estrecho elevador que cada vez sube, más rápido, a menos privilegiados.
Aunque nada más la mitad de los que iniciaron la primaria hace 15 años sobrevive en el sistema educativo hasta el bachillerato, y son menos los que tocan las puertas de las universidades, la desigualdad no cesa: un puñado salva el escollo de la aguda selección por la vía del dinero, pues continúa sus estudios en el circuito de las escuelas privadas de élite; otros, pocos también, consiguen ingresar a las instituciones públicas más prestigiadas, superando la selectividad derivada del parco espacio y la abundante demanda. Herederos de ventajas, las multiplican. ¿Los demás? Tienen, frente a sí, otras opciones públicas o el inmenso territorio que el Estado ha bendecido con manguera: los sitios de estudio privados de bajo costo relativo, incertidumbre en su calidad, enorme rendimiento económico a sus dueños y válvula de escape a la presión sobre los gobiernos. ¿Las alternativas públicas no preferentes, por tanto con espacio disponible, son malas, y las más solicitadas son buenas per se? No necesariamente, pero el valor de cambio en el mercado material y simbólico de sus certificados es notable. Ese es el curso posible para quien tuvo merma en sus condiciones de nacencia o trayectoria escolar previa.
Cadena de desigualdades: poseen escolaridad no imaginable para la inmensa mayoría de sus pares en edad, sin que sea equivalente a la de sus compañeros en cuanto a la calidad (efectiva o imaginada) del establecimiento educativo al que acceden. Su obcecación al formarse en la fila que no les corresponde importuna a los funcionarios. No obedecen: todos caben si se acomodaran bien. ¿Ajustarse a qué? A lo que, dicen, necesita el país: técnicos, ya no más licenciados; a diplomas que les aseguran trabajo y no desempleo en áreas saturadas; a lo que se ha dispuesto para ustedes. ¿Evidencia? No. ¿Para qué? Basta con promocionales en la tele y la palabra del que no puede ignorar que los dados están cargados. Al final, arguyen, se resignan o dimiten.
Irracional o equivocada, torpe o estéril a los ojos de los que administran y saben, la obstinada presencia de los perdedores en la fila inadecuada es una forma de resistir que desvela el predominio de la herencia. Sin ánimo de juzgar o tratar de impedir lo que sucede, esa terquedad es un símbolo valedero. Ahí está: hagámonos cargo.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México
Publicado en El Universal
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